lunes, 22 de agosto de 2011

El Tercer Vértice III. El Paladín (15 de 16)

Con este puñado de letras dejo el relato a un paso del punto final. El desenlace, si es que lo hay, ya lo sabéis. En cualquier caso queda mi reflexión final, mi eructo después del largo trago. Pero solo hablamos de guerra. Aunque esta en concreto nos dejó heridas, ni fue la primera ni será la última. Como dijo Bob Marley, las guerras seguirán mientras el color de la piel siga siendo más importante que el de los ojos.

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—El primero, el Duce, ha nacido muerto —dijo el paladín—. Inflingirá heridas, pero la suya será más profunda. Su piedra ha sido lavada de sal y devuelta a Megido. Lo veo correr junto a un lago de aguas azules, a los pies de los Alpes. Persecución, huida y captura. Cazador cazado. Disparos. Veo una cuerda anudada a sus tobillos y su cuerpo colgado boca abajo.

Varios murmullos se levantaron en la sala, pero nadie objetó nada. Era lo que todos esperaban oír después de tanto tiempo siguiendo el rastro de los demonios.

—El segundo —continuó el paladín—, el Führer, es una noche a la espera de un amanecer. Amanecerá, y su oscuridad morirá con él. Veo una ciudad que arde. Un nombre: Berlín. Veo al hombre frío, inerte, veneno en su lengua y plomo en su cráneo.

Esta vez se escucharon vítores, aunque tímidos.

El tercero, el Caudillo, simplemente no es nada. Veo tráqueas artificiales saliéndole por la boca, entre sábanas de hospital y rodeado de cuervos carroñeros encarnados bajo pieles de hombres. Moribundo, más muerto que vivo, busca a su Dios, pero no lo ve. Nunca lo ha tenido de su parte. En su último estertor, sabe que él mismo se ha negado la entrada al Reino de los Cielos por el que tanto dice haber luchado. Cuando caigan los otros dos, no significará un problema.

Entonces podemos abandonar la búsqueda —dijo alguien entre los congregados.

—No del todo —respondió el paladín—. Los espíritus rana se han disuelto, pero las raíces del alma humana han absorbido parte de ellos a lo largo y ancho del planeta. Fijaremos el ataque contra los tres vértices a la vez, pero nunca de manera directa. Seremos invisibles. La historia no debe recordarnos. Los hostigaremos mediante diminutos y constantes aguijonazos, hasta que dos de ellos caigan. Luego nos mantendremos neutrales ante los acontecimientos. Cuando la marejada haya sido aplacada, dejad que sea el hombre quien vuelva a recuperar el control de sus barcos. Las visiones se han cumplido. El Apocalipsis bíblico se reducirá a un simple Holocausto. La llegada de Armagedón se hará de esperar. No es su hora. Ellos lo saben, nosotros lo sabemos. El mundo sobrevivirá... por ahora.

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viernes, 12 de agosto de 2011

El Tercer Vértice III. El Paladín (14 de 16)

Antepenúltimo fragmento de este puzle macrohistórico montado a partir de verdades desenterradas. ¿Fantasía? Vale, pero también es fantasía lo que nos han contado. ¿Partidista? Por supuesto, yo siempre estuve con los buenos. Saludos.

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Libertad, igualdad, fraternidad. El recuerdo de la antigua victoria en tierras francesas seguía sobrevolando el cielo español, pero ahora parecía más lejano, palabras huecas, sin poder. Las guillotinas habían sido reemplazadas por cañones y bombarderos.

En la sombra existían hombres que oían voces oscuras cuando se flagelaban la espalda. Ellos fueron más cautos y dedicaron más tiempo a estudiar las palabras adecuadas. Tardarían toda una guerra, pero al final impondrían las suyas. El cambio sólo supondría bajas humanas, y el valor de una vida o de millones era nulo para ellos. Eran descendientes de torturadores, inquisidores y adoradores del becerro de oro. Sabían la manera de acercarse al abecedario sacro y escudriñar sus entrañas como el chamán escudriña las del buitre y la cabra.

Mientras la guerra se fraguaba, ellos se prepararon para desencadenar la suya propia, la de las palabras sin disparos, la de las muertes sin sangre.

Cogieron la pluma de un ave que llevaba siglos extinta, y escribieron otras tres invocaciones poderosas mientras las pronunciaban en un cántico susurrante. Siempre Tres, siempre Dos más Uno. Porque tres eran los colores de la bandera republicana y tres las palabras que los mantenían vivos. Y la lucha debía ser de iguales.

Mojaron la pluma en sangre de murciélago y escribieron sobre lino: Una, Grande, Libre. Las tres mentiras.

La Una fragmentada, no más compacta que un cántaro roto cuyos trozos habían sido unidos sin ningún tipo de adherente. Cincuenta provincias de tela cosidas con el hilo de una telaraña.

La Grande pequeña, rescoldos humeantes de un imperio muerto, de la tierra conquistadora de tierras, donde decían que nunca se ponía el sol cuando medio mundo era suyo. Grande como el plancton en las fauces de la ballena, como la Iberia que fue en tiempos de la Roma que la devoró.

La Libre del toque de queda, la del silencio impuesto, la de los fusilados y las tumbas en las cunetas, sin lápidas ni nombres, la Libre de la Nueva Inquisición, hecha de una libertad abstracta, de párpados cosidos y labios sellados.

Hundieron el escudo bajo las alas negras del buitre carroñero, al que disfrazaron de águila para encubrir el significado real de los símbolos. Su nido estaba hecho con alambre de espino.

En 1936 comenzó la lucha entre hermanos.

Tres fuerzas malignas, ángulos idénticos de un triángulo de tres vértices. Tres palabras poderosas insuflando energías a cada bando. Tres, siempre tres. Como no podía ser de otro modo, la guerra también duraría tres años.

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