sábado, 25 de junio de 2011

Reseña de Heredero de la Alquimia, de David Mateo


Acabo de llegar al punto final de Heredero de la Alquimia, y no tengo más remedio que hablar del buen sabor que me ha dejado. Aunque su autor, David Mateo, ya me había sorprendido varias veces con algún que otro relato (hay que ver cómo echo de menos los TDL de antaño…), esta era la primera novela suya a la que le hincaba el diente. Y os aseguro que no será la última.

Cuando un aficionado a la literatura fantástica como yo intenta compaginar sus horas le lectura con las de escritura, siempre se vale de la primeras para que le sirvan de referente a la hora de embarcarse en las segundas. Con Heredero creo que he recibido un par de lecciones. Cada vez que concluía un capítulo me decía a mí mismo: “así es como se tiene que hacer, así se escribe una buena novela”.

La personalidad de los protagonistas está cuidadísima, aunque el resto de los personajes no se queda atrás. Neferet y Akbeth, maestra y alumno, son el ying y el yang que se compenetran a la perfección dentro de la historia, una historia que no es otra que una aventura apabullante llena de homúnculos, ninfas, guerreros y hechiceros, batallando en escenarios tan bien descritos que me he tenido que detener a releer algunos párrafos sólo por el mero placer de aprender.

Heredero de la Alquimia es una historia de búsqueda, pero hay más, mucho más. Religiones y creencias enfrentadas, magias poderosas, sexo, violencia desmedida, reyes y demonios con nombre propio que a más de uno les resultará conocido, como muchas de las ciudades legendarias que el lector casi se verá cruzando con sus propios pies. ¿A quién no le suena Sodoma y Gomorra? ¿Quién no ha especulado con los secretos de los sumerios, del Antiguo Egipto o los lugares más emblemáticos del Antiguo Testamento? Akbeth y Neferet no son los únicos que han sufrido el arduo viaje alrededor del Mar de la Sal. Yo he olido la sangre en la batalla y el hedor en las celdas de Ajántum, he pasado calor en el desierto y miedo en una de cada veinte páginas.

Si tuviera que sacarle alguna pega, diría que le ha faltado un último toque de corrección, pero los pequeños deslices ortográficos cuentan poco cuando la nota general es tal alta.

David Mateo ha sabido combinar ciertos fragmentos de la historia de la humanidad con otros que sólo podían haber salido de una mente nacida para escribir fantasía, creando un mundo paralelo al nuestro que impactará al lector con su riqueza de detalles sin llegar a ser totalmente desconocido. Heredero de la Alquimia es una obra fascinante, original y bien documentada. Me atrevería a decir incluso que enriquece espiritualmente si se sabe exprimir algunos de los diálogos.

La gran cantidad de nombres extraños puede frenar a los que no estén acostumbrados a este tipo de literatura. Para mí eso no ha sido ningún problema. Ya cuando llevaba apenas un par de capítulos comenté que tenía pinta de convertirse en uno de mis favoritos este año. Llegado al punto final, no me queda más que repetirlo a los cuatro vientos.

El equilibrio del mundo está a punto de romperse. Elohim creó en la antigüedad los moldes divinos de las razas que pueblan los remotos dominios de Pangea y los dispersó a su voluntad. Muchos siglos después, extrañas criaturas asaltan las playas del Valle del Siddim y propagan la muerte entre los recolectores de asfalto que pueblan el Mar de la Sal.

La maestra sunu Neferet y su fiel discípulo Akbeth se embarcan en una cruzada que les llevará desde las fastuosas urbes de Sodoma y Gomorra hasta lo más profundo de Mesopotamia en busca de una verdad que podría sacudir los cimientos del mundo que conocen.

Embárcate con David Mateo en una aventura inolvidable por los recovecos de nuestra historia. Un mundo de egipcios y sumerios donde la sangre empaña la tierra del desierto y amenaza con llegar hasta los mismísimos cimientos de Jericó.

Heredero de la Alquimia: 656 páginas

Autor: David Mateo

Cubierta: Elena Dudina

Editorial: Ilarión

domingo, 12 de junio de 2011

El Tercer Vértice III. El Paladín (11 de 16)

Seguimos dando patadas a la historia, o tal vez esclareciéndola, quién sabe. Ya advertí que a partir del undécimo fragmento se iría haciendo la luz. Que no os ciegue. Como decía el de los X-Files, the truth is out there...

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III

EL PALADÍN

(1883-1937)

«Juan soñó que el Éufrates se secaba y los reyes del oriente caminaban por él.»

Por el Éufrates aún corría el agua, pero las dunas eran dueñas de su cuenca fluvial y los reyes que caminaban por ellas eran los mismos sultanes otomanos que habían saqueado Constantinopla.

«Juan vio salir de la boca del dragón, y de la boca de la bestia, y de la boca del falso profeta, tres espíritus inmundos a manera de ranas, demonios que hacen señales y van a los reyes de la tierra en todo el mundo.»

Los demonios habían llegado en cuerpos de rana, croando al oído de reyes y de quienes no eran reyes, llenándolos de odio y locura.

«Juan soñó que los reunía en el lugar que en hebreo se llama Armagedón.» Apocalipsis 16-16.

Los espíritus de demonio fueron a Armagedón, Har Megiddo, pero entre las ruinas de la ciudad milenaria no había reyes, solo piedras. Escogieron tres, las bautizaron con el agua del Mar Muerto y las maldijeron así con la misma sal que había asesinado a toda la fauna del lugar. Marcharon a Europa y se adentraron en las nieves alpinas. Encontraron el agua de la Fuente de la Juventud Eterna, cristalizada, sagrada, y colocaron sus piedras sobre la pila.

La sal derritió el hielo y las ranas bebieron el agua. La paz antaño sellada perdió todo su sentido para los nuevos líderes del mundo, reyes y emperadores, condes y obispos.

Los tres demonios estudiaron las líneas.

Esbozaron en sus mentes conectadas una copia del mapa mundi, enfocaron sus pensamientos en aquella reducida región del hemisferio norte y dibujaron un triángulo perfecto sobre ella, tomando como eje central la cumbre helada donde el agua de la Juventud Eterna había estado alimentando con sus destellos la esencia de la armonía en Europa. Los tres vértices señalaban hacia puntos cardinales distintos. Cada espíritu miró hacia uno. Luego entraron en trance, se elevaron y levitaron sobre los tres trazos fijados, alejándose en línea recta.

Tres piedras habían caído sobre la charca que era el mundo. La onda expansiva hizo que sus aguas se agitaran de orilla a orilla. Un cóndor de cien años de edad murió en pleno vuelo mientras surcaba las cimas de los Andes, sin dejar vestigios de haber existido nunca. La única anaconda de escamas doradas que se arrastraba en silencio por las selvas del Amazonas se adentró en un afluente prohibido y se dejó devorar por mil pirañas. Un gigante blanco y velludo cayó por un precipicio del Himalaya, dibujando un último signo en el aire con un dedo antes de que sus huesos se convirtieran en astillas en lo más profundo de una gruta vertical. En el polo norte, la aurora boreal bailó con colores oscuros en el cielo ártico, y muchas ballenas quedaron varadas en una costa de Siberia hasta que murieron asfixiadas baso su propio peso, sin que nadie encontrara explicación a su actitud. Las aguas de una catarata africana engulleron a una mariposa de cuatro palmos que lucía todos los colores del arco iris. Era la última de su especie.

Los espíritus rana se detuvieron. Su vuelo aletargado los había alejado del eje original hasta imponer una distancia idéntica entre ellos y la pila ultrajada. Los tres lados del triángulo equilátero trazado sobre los Alpes también eran iguales.

Uno de los vértices quedó anclado sobre la pequeña ciudad de Braunau am Inn, por entonces feudo del Imperio Austrohúngaro. Otro pasaba por una comuna italiana cercana a la ciudad de Forlí, llamada Dovia di Predappio. El tercer vértice caía en una casa de montaña perdida en las altas tierras de Suiza, cerca de Friburgo. En medio quedaba una cumbre que se resignaba a abandonar la Edad de Hielo, y sobre ella, un rastro de agua mezclada, sal del Mar Muerto y almíbar de América, como símbolo de una paz muerta, una mecha encendida sobre un mundo de pólvora.

Era el momento. Los demonios rana desovaron. Un único huevo cada uno, con la cáscara hecha de la piedra robada en Megido, preparado para eclosionar tras un periodo de incubación variable.

En 1883, Benito Mussolini nació en Dovia di Predappio. Apenas seis años después, tal como ordenaban las líneas, Braunau am Inn vio nacer en su seno a un niño llamado Adolf Hitler.

Líneas rectas, ángulos precisos, profecías cumplidas.

El tercero nacería en una casa humilde, más al oeste, entre nieve y viento, pero no por ello debía ser menos importante que los otros.

Fue entonces cuando algo que no era olor, ni sabor, ni nada que tuviera que ver con los sentidos, azotó a las ranas en lo más profundo de su ser. E intuyeron la presencia del enemigo.