sábado, 3 de septiembre de 2011

El Tercer Vértice III. El Paladín (16 de 16)

Fin de la serie. En realidad ya estaba todo dicho, pero faltaba mi visión personal de los hechos, un enfoque alegórico de la Historia que nos enseñaron. Qué casualidad. Este relato nació de la indignación, y llega al punto final justo en estos días, cuando las calles del mundo real están llenas de indignados. No me queda otra que dedicar este fragmento y los quince anteriores a aquellos que no se conforman con ver, oír y callar, a los portadores de pancartas y verdades. Nuestra es la indignación porque nuestra es la verdad, aunque esta historia que aquí termina la narra desde un punto estrictamente metafórico. Salud.

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El espíritu que siglos antes brotara de la boca del falso profeta se descompuso en millones de partículas para que muchas mentes pudieran oír simultáneamente su croar envenenado, y reencarnarse así en un cuerpo hecho de numerosos cuerpos. Encauzó sus energías hacia las venas etéreas de su mano derecha, la Mano Dura, y los seres que compartían su esencia alzaron las suyas, rectas y rígidas, al frente. No era la primera vez. A los césares como Nerón siempre se los saludó de esa forma.

Algunos dejaron caer las tijeras con las que cortaban los jirones morados de la bandera tricolor y arrancaron sus dedos del gatillo amigo. Soltaron el fusil para poder coger la pluma, y reescribieron la historia para que los descendientes de los que cayeron vieran gloria en el Holocausto, justicia en la sangre y paz en las cadenas.

Alguien se preocupó de que los aviones alemanes de la Legión Cóndor bombardearan Guernica hasta reducirla a escombros. Los robles nacidos de la semilla del Árbol Padre, el primer Gernikako Arbola, se secaron y el viento se llevó la ceniza de sus hojas hasta la sal del Atlántico. Otra herida más para los fantasmas de Inis Mona.

En Abril de 1939, los buitres nacidos de aquel otro que envolvió el escudo nacional se repartían los pedazos de una presa muerta y arrancaban las entrañas al país para saciar su hambre. Entre sus disputas por la carroña se les oía graznar el Cara al Sol. El nido de alambre de espino envolvió la península y la convirtió en un campo de concentración. El falo de la censura eyaculó sobre su rostro.

Volvió la cruz a coronar los tejados, volvieron los ídolos paganos disfrazados otra vez de santos, para embelesar la mirada de los fieles y convertir las calumnias en verdades. Y sus sicarios, con la espalda recién flagelada, caminando bajo palio, nadando en humo de incienso, quemaron los libros como habían hecho desde hacía siglos. E inventaron otros.

Nada dijeron en ellos sobre la dama que sostenía la balanza de la justicia, ni del león a sus pies, para que el olvido se convirtiera en tierra sobre sus tumbas, cada día más profundas.

Y los flagelados ordenaron la incisión de nuevas heridas en la piel de las ciudades, la demolición del árbol y la piedra que les estorbaba para el levantamiento masivo de iglesias católicas, templos que eran llagas en la tierra, que se erigían de la noche a la mañana como miles de huevos de araña que eclosionaran tras la puesta de sus madres las catedrales, arañas más antiguas y colosales. Porque la horda de efebófilos y pederastas que decía seguir al ser que era hombre y Dios al mismo tiempo necesitaba escondites donde poder guarecerse de sus propias pesadillas, cavernas donde predicar de día y violar niños de noche.

Siglos atrás, cuando el hombre aún no tenía el rostro de Dios, lo reinventó a su imagen y semejanza, pero procuró invertir los nombres para evitar las preguntas de quienes no veían en ellos a Dios. Y quién, aun así, preguntó, fue fusilado, porque las balas eran más rápidas que el potro y la hoguera, y culpar de traición era más fácil que culpar de herejía. Los tiempos cambiaban.

La estatua de un busto femenino, esculpida por un sacerdote íbero cuando ya estaba ciego y enterrada todavía a diez metros de profundidad, lloró lágrimas de arena bajo toneladas de arcilla y un bosque de abedules.

En ese mismo instante, mil kilómetros al Este, el Papa sufrió una erección. Entornó los ojos y se relamió. Luego, con aparente urgencia, se retiró al excusado e insistió en que nadie lo acompañara. Pero sufrió una eyaculación precoz entre los pasillos de San Pedro del Vaticano.

Ya en otras ocasiones habían llorado arena las efigies olvidadas de mil culturas muertas. Ya en otras ocasiones habían existido Papas que se excitaban ante cualquier variante de un Auto de Fe.

España volvió a caer víctima de la superstición, de cuyas redes había estado a punto de librarse. Pero las piedras que habían servido de germen para el advenimiento de Armagedón regresaron a sus ruinas, y así se consiguió aplazar el Apocalipsis durante un tiempo.

Hasta que un futuro soñador diera nuevas fechas.

Los dioses callaban, porque ellos en realidad no habían perdido ni ganado nada.

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