Con este relato tenía que ceñirme a los temas Caos y Muerte, una de las reglas del ya archiconocido TDL de Sedice.com. No sé por qué lo primero que se me ocurrió fue esto. O tal vez sí lo sepa. Las almas inquietas no tenemos remedio. Dicen que la duda ofende. Que la ofensa también haga dudar. God save América.
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La jungla latía día y noche, llena de sonidos que Khuong no escuchaba. Los años le habían ido robando su audición hasta que ya no quedó mucha más que robar. En verdad, sus sentidos sólo eran parte del tributo que nueve décadas de trabajo continuo se habían cobrado. De su peso corporal se llevaron una porción mayor.
Khuong pasaba las horas sentado en el porche de su choza junto a Linh, su esposa y su aliento, compañera desde hacía tanto tiempo que les era imposible recordar cuánto, ni aun uniendo sus memorias resquebrajadas. Linh era otra de las muchas almas que se marchitaban lentamente en aquella región, ancladas a unos cuerpos que ya casi se negaban a andar. Ambos tenían una máscara de arrugas por rostro, surcada siempre por una sonrisa perezosa y eterna.
—¿Sabes, mi amor? —dijo él, con tono melancólico—. A veces pienso en la Muerte.
—¿Qué? —preguntó ella, acercándose unos centímetros. Era apenas unos meses más joven que Khuong, y sus sentidos estaban igual de gastados. La velocidad con la que giraba el cuello hacia él parecía ir al compás del sol, que empezaba a asomar la cara.
—¡La Muerte! —repitió el anciano—. Pienso mucho en ella.
—¡Shhh! Calla. Esa palabra es el nombre de una bestia que siempre despierta cuando se la llama.
—No temo a la Muerte en sí —siguió él—. Ya le he sacado demasiada ventaja. De lo que tengo miedo es de morir antes que tú y obligarte a ver cómo me convierto en polvo. Pero tampoco quiero verte a ti dar ese paso antes. No soportaría un día sin el roce de tus dedos.
Linh pareció darse cuenta en ese momento de que sus manos estaban entrelazadas, como raíces que, a falta de tierra, se buscaran mutuamente para robarse la savia.
—Entonces moriremos juntos —dijo convencida. Si la bestia nombrada despertaba, tal vez los sorprendiera allí, pero no encontraría la manera de desatar el nudo de sus dedos.
Khuong apretó los suyos, regalando a los de su amada un suspiro de calor.
—Sí, así será. Es el último deseo que le puedo pedir a esta vida.
Ambos residían bajo un techo de paja y bambú, en la misma cabaña que los vio envejecer. Apenas podían diferenciar los colores del entorno, ni degustar los olores que desprendían unos campos de cultivo que los campesinos tuvieron que arrebatar a la propia selva.
Algunos acudieron a los arrozales para iniciar la jornada de trabajo. Para Khuong y Linh sólo eran siluetas borrosas, pero él adivinaba cada movimiento de las herramientas, cada gota de sudor resbalando en la frente de sus vecinos. Muchos de ellos aún dormían en cunas cuando era Khuong quien regaba la tierra con su sudor.
La memoria le devolvió un recuerdo.
Una mañana, la todavía joven Linh interrumpía su labor unos segundos para contemplar el vuelo de dos libélulas, y Khuong hacía lo mismo para contemplarla a ella. Linh sonrió a los insectos, que bailaban acompasados en una danza aérea. Parecían enamorados. Khuong también sonrió. Él no parecía enamorado. Lo estaba.
—Hace tiempo que no veo libélulas —dijo, volviendo a la realidad. Ni la añoranza conseguía borrar aquella expresión jovial tan arraigada entre las arrugas—. Puede que ahora esté rodeado de ellas, pero mis ojos se han negado a perseguirlas como antaño.
—¿Qué?
—¡Libélulas! Recuerdo que te gustaban.
—Ah, sí. Y a mí.
—¡Dice un proverbio que el aleteo de sus alas se puede sentir al otro lado del mundo!
—Sí. Pero creo que el proverbio hablaba de mariposas.
En aquel rincón del sur de Asia, en los dominios del monzón, la selva se convertía en un depredador. Dos ancianos que se consumían por instantes eran una presa fácil. Aun así, medio ciegos y sordos, esa selva era su hogar.
A lo lejos, hacia un mar que jamás habían visto y más allá de él, existían ciudades, laberintos de calles donde las personas llevaban una vida de ajetreo, lujos y miserias. Cambiaban de gobierno, de bandera y de ideologías, incluso se arrojaban a la guerra por ellos, más por desacreditar la opinión del contrario que por defender la propia. Pero a Khuong eso le importaba poco. La jungla siempre era la misma, mandara quien mandara en las ciudades.
En alguna de ellas alguien usaría el antiguo proverbio chino para afirmar las bases de la Teoría del Caos, según la cual, un pequeño cambio en las condiciones iniciales de cualquier suceso conducía a grandes discrepancias en los resultados. Lo llamarían Efecto Mariposa. Para sus defensores, la naturaleza inestable de la atmósfera hacía posible que el aleteo de ese animal en determinado momento y lugar pudiera causar un huracán en el otro extremo del planeta.
Khuong no habría aprobado la idea de que una mariposa, o en su caso una libélula, fuera capaz de generar el Caos.
Se equivocó.
Porque aquella mañana del 16 de marzo de 1968, tres compañías del ejército norteamericano pertenecientes a la 11ª Brigada de Infantería, una de las muchas que su país envió a ese lado del Pacífico, emprendieron una operación de búsqueda y destrucción en los alrededores de My Lai, imaginando Vietcongs tras cada rama, tras cada cosa que se moviera.
La selva, como la Muerte, es una bestia hambrienta, y quien se adentra en ella sin conocerla acaba convirtiéndose en otra.
Al verlos llegar, los aldeanos intentaron escapar. Fueron abatidos.
Khuong no estaba completamente sordo, ni ciego del todo, sólo lo suficiente. Sus ojos cansados sólo necesitan ver un destello y sus oídos oír un susurro. Su mente inventaba el resto. El grito de un niño siempre parecía el mismo, tanto si jugaba animado con sus compañeros como si corría huyendo de las balas.
La guerra se desenvolvía rompiendo todas las reglas y acuerdos internacionales, un baño de sangre y napalm donde, si los árboles constituían un impedimento para el invasor, eran aniquilados como un enemigo más. Dos millones de hectáreas fueron arrasadas para despejar el camino de las balas.
En My Lai no había Vietcongs, pero a los soldados no les importó. Tenían sed de sangre y la sed no se aplaca sola. Arrojaron granadas dentro de las chozas y dispararon contra cualquiera que se atreviera a abandonarlas. Violaron a las jóvenes, reunieron a varias personas en una acequia y las ejecutaron. Un niño de dos años salió entre los cuerpos gateando, cegado por la sangre, el barro y las lágrimas. Un oficial lo empujó de una patada y le disparó.
Mientras los cultivos y las casas ardían, uno de los soldados terminó de violar a una muchacha. Pero luego siguió haciéndolo con el cañón de su M 16. Apretó el gatillo, y el orgasmo del arma acabó con uno de los muchos alaridos que acompañaban a las explosiones de las granadas, las ráfagas ininterrumpidas y el aleteo de unas libélulas que Khuong pudo ver tras décadas sin conseguirlo.
—¡Mira, Linh! ¡Las libélulas!
Ella intentó enfocar la vista, siguiéndolas con unos ojos rendidos a la fatiga.
—Siguen siendo bonitas—. Sonrió, aunque le dolió el cuello cuando tuvo que mirar directamente hacia arriba. La libélula estaba justo encima.
La sordera de la pareja convertía el estruendo de sus hélices en un sonido amortiguado, en un revoloteo de insecto que, como en el proverbio chino, era capaz de convertirse en huracán.
El helicóptero OH-23 Raven lanzó botes de humo para marcar posibles objetivos, algunos con la misión de señalar la presencia de heridos que necesitaran atención médica. Misión que, abajo, nadie tenía intención de cumplir.
Alguien ensartó a un bebé con una bayoneta.
Estados Unidos irrumpía en Vietnam bajo la bandera de la democracia y en nombre del llamado mundo libre. La realidad era otra, pero la selva también se ocupó de ocultarla. Entre la maleza, miles de civiles caían bajo incesantes lluvias de plomo y cielos que se hundían envueltos en fuego de napalm, sobre una tierra que agonizaba devastada por sustancias químicas prohibidas.
Khuong siguió aferrando la mano de Linh y envolvió su hombro con el otro brazo, estrechándolo con toda la fuerza que le permitían los huesos. Sus caras se apoyaron una contra otra. La libélula pasó sobre ellos y levantó un vendaval de hojas y polvo.
—Recuerdo que te gustaban —murmuró él, con palabras colmadas de cariño añejo—. Han venido a saludarte.
—¿Qué?
Khuong solía responder a esa pregunta alzando la voz. Esta vez no lo hizo.
Una nueva ráfaga de disparos barrió el aire. Las granadas convirtieron la aldea en una maraña de cañas y paja, de carne y huesos, mejor o peor combustible para las llamas carroñeras que esperaban impacientes su ración.
Aquel reducto de suelo había logrado esconderse del napalm, del Agente Naranja y la estela de cráteres que dejaban a su paso los B-52. Pero el Efecto Libélula, como su hermano Mariposa, era impredecible.
Esta vez no trajo sólo el Caos, también cumplió el deseo de dos ancianos que temían abandonar el mundo separados. Aquella bestia llamada Muerte los encontró abrazados.
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La jungla latía día y noche, llena de sonidos que Khuong no escuchaba. Los años le habían ido robando su audición hasta que ya no quedó mucha más que robar. En verdad, sus sentidos sólo eran parte del tributo que nueve décadas de trabajo continuo se habían cobrado. De su peso corporal se llevaron una porción mayor.
Khuong pasaba las horas sentado en el porche de su choza junto a Linh, su esposa y su aliento, compañera desde hacía tanto tiempo que les era imposible recordar cuánto, ni aun uniendo sus memorias resquebrajadas. Linh era otra de las muchas almas que se marchitaban lentamente en aquella región, ancladas a unos cuerpos que ya casi se negaban a andar. Ambos tenían una máscara de arrugas por rostro, surcada siempre por una sonrisa perezosa y eterna.
—¿Sabes, mi amor? —dijo él, con tono melancólico—. A veces pienso en la Muerte.
—¿Qué? —preguntó ella, acercándose unos centímetros. Era apenas unos meses más joven que Khuong, y sus sentidos estaban igual de gastados. La velocidad con la que giraba el cuello hacia él parecía ir al compás del sol, que empezaba a asomar la cara.
—¡La Muerte! —repitió el anciano—. Pienso mucho en ella.
—¡Shhh! Calla. Esa palabra es el nombre de una bestia que siempre despierta cuando se la llama.
—No temo a la Muerte en sí —siguió él—. Ya le he sacado demasiada ventaja. De lo que tengo miedo es de morir antes que tú y obligarte a ver cómo me convierto en polvo. Pero tampoco quiero verte a ti dar ese paso antes. No soportaría un día sin el roce de tus dedos.
Linh pareció darse cuenta en ese momento de que sus manos estaban entrelazadas, como raíces que, a falta de tierra, se buscaran mutuamente para robarse la savia.
—Entonces moriremos juntos —dijo convencida. Si la bestia nombrada despertaba, tal vez los sorprendiera allí, pero no encontraría la manera de desatar el nudo de sus dedos.
Khuong apretó los suyos, regalando a los de su amada un suspiro de calor.
—Sí, así será. Es el último deseo que le puedo pedir a esta vida.
Ambos residían bajo un techo de paja y bambú, en la misma cabaña que los vio envejecer. Apenas podían diferenciar los colores del entorno, ni degustar los olores que desprendían unos campos de cultivo que los campesinos tuvieron que arrebatar a la propia selva.
Algunos acudieron a los arrozales para iniciar la jornada de trabajo. Para Khuong y Linh sólo eran siluetas borrosas, pero él adivinaba cada movimiento de las herramientas, cada gota de sudor resbalando en la frente de sus vecinos. Muchos de ellos aún dormían en cunas cuando era Khuong quien regaba la tierra con su sudor.
La memoria le devolvió un recuerdo.
Una mañana, la todavía joven Linh interrumpía su labor unos segundos para contemplar el vuelo de dos libélulas, y Khuong hacía lo mismo para contemplarla a ella. Linh sonrió a los insectos, que bailaban acompasados en una danza aérea. Parecían enamorados. Khuong también sonrió. Él no parecía enamorado. Lo estaba.
—Hace tiempo que no veo libélulas —dijo, volviendo a la realidad. Ni la añoranza conseguía borrar aquella expresión jovial tan arraigada entre las arrugas—. Puede que ahora esté rodeado de ellas, pero mis ojos se han negado a perseguirlas como antaño.
—¿Qué?
—¡Libélulas! Recuerdo que te gustaban.
—Ah, sí. Y a mí.
—¡Dice un proverbio que el aleteo de sus alas se puede sentir al otro lado del mundo!
—Sí. Pero creo que el proverbio hablaba de mariposas.
En aquel rincón del sur de Asia, en los dominios del monzón, la selva se convertía en un depredador. Dos ancianos que se consumían por instantes eran una presa fácil. Aun así, medio ciegos y sordos, esa selva era su hogar.
A lo lejos, hacia un mar que jamás habían visto y más allá de él, existían ciudades, laberintos de calles donde las personas llevaban una vida de ajetreo, lujos y miserias. Cambiaban de gobierno, de bandera y de ideologías, incluso se arrojaban a la guerra por ellos, más por desacreditar la opinión del contrario que por defender la propia. Pero a Khuong eso le importaba poco. La jungla siempre era la misma, mandara quien mandara en las ciudades.
En alguna de ellas alguien usaría el antiguo proverbio chino para afirmar las bases de la Teoría del Caos, según la cual, un pequeño cambio en las condiciones iniciales de cualquier suceso conducía a grandes discrepancias en los resultados. Lo llamarían Efecto Mariposa. Para sus defensores, la naturaleza inestable de la atmósfera hacía posible que el aleteo de ese animal en determinado momento y lugar pudiera causar un huracán en el otro extremo del planeta.
Khuong no habría aprobado la idea de que una mariposa, o en su caso una libélula, fuera capaz de generar el Caos.
Se equivocó.
Porque aquella mañana del 16 de marzo de 1968, tres compañías del ejército norteamericano pertenecientes a la 11ª Brigada de Infantería, una de las muchas que su país envió a ese lado del Pacífico, emprendieron una operación de búsqueda y destrucción en los alrededores de My Lai, imaginando Vietcongs tras cada rama, tras cada cosa que se moviera.
La selva, como la Muerte, es una bestia hambrienta, y quien se adentra en ella sin conocerla acaba convirtiéndose en otra.
Al verlos llegar, los aldeanos intentaron escapar. Fueron abatidos.
Khuong no estaba completamente sordo, ni ciego del todo, sólo lo suficiente. Sus ojos cansados sólo necesitan ver un destello y sus oídos oír un susurro. Su mente inventaba el resto. El grito de un niño siempre parecía el mismo, tanto si jugaba animado con sus compañeros como si corría huyendo de las balas.
La guerra se desenvolvía rompiendo todas las reglas y acuerdos internacionales, un baño de sangre y napalm donde, si los árboles constituían un impedimento para el invasor, eran aniquilados como un enemigo más. Dos millones de hectáreas fueron arrasadas para despejar el camino de las balas.
En My Lai no había Vietcongs, pero a los soldados no les importó. Tenían sed de sangre y la sed no se aplaca sola. Arrojaron granadas dentro de las chozas y dispararon contra cualquiera que se atreviera a abandonarlas. Violaron a las jóvenes, reunieron a varias personas en una acequia y las ejecutaron. Un niño de dos años salió entre los cuerpos gateando, cegado por la sangre, el barro y las lágrimas. Un oficial lo empujó de una patada y le disparó.
Mientras los cultivos y las casas ardían, uno de los soldados terminó de violar a una muchacha. Pero luego siguió haciéndolo con el cañón de su M 16. Apretó el gatillo, y el orgasmo del arma acabó con uno de los muchos alaridos que acompañaban a las explosiones de las granadas, las ráfagas ininterrumpidas y el aleteo de unas libélulas que Khuong pudo ver tras décadas sin conseguirlo.
—¡Mira, Linh! ¡Las libélulas!
Ella intentó enfocar la vista, siguiéndolas con unos ojos rendidos a la fatiga.
—Siguen siendo bonitas—. Sonrió, aunque le dolió el cuello cuando tuvo que mirar directamente hacia arriba. La libélula estaba justo encima.
La sordera de la pareja convertía el estruendo de sus hélices en un sonido amortiguado, en un revoloteo de insecto que, como en el proverbio chino, era capaz de convertirse en huracán.
El helicóptero OH-23 Raven lanzó botes de humo para marcar posibles objetivos, algunos con la misión de señalar la presencia de heridos que necesitaran atención médica. Misión que, abajo, nadie tenía intención de cumplir.
Alguien ensartó a un bebé con una bayoneta.
Estados Unidos irrumpía en Vietnam bajo la bandera de la democracia y en nombre del llamado mundo libre. La realidad era otra, pero la selva también se ocupó de ocultarla. Entre la maleza, miles de civiles caían bajo incesantes lluvias de plomo y cielos que se hundían envueltos en fuego de napalm, sobre una tierra que agonizaba devastada por sustancias químicas prohibidas.
Khuong siguió aferrando la mano de Linh y envolvió su hombro con el otro brazo, estrechándolo con toda la fuerza que le permitían los huesos. Sus caras se apoyaron una contra otra. La libélula pasó sobre ellos y levantó un vendaval de hojas y polvo.
—Recuerdo que te gustaban —murmuró él, con palabras colmadas de cariño añejo—. Han venido a saludarte.
—¿Qué?
Khuong solía responder a esa pregunta alzando la voz. Esta vez no lo hizo.
Una nueva ráfaga de disparos barrió el aire. Las granadas convirtieron la aldea en una maraña de cañas y paja, de carne y huesos, mejor o peor combustible para las llamas carroñeras que esperaban impacientes su ración.
Aquel reducto de suelo había logrado esconderse del napalm, del Agente Naranja y la estela de cráteres que dejaban a su paso los B-52. Pero el Efecto Libélula, como su hermano Mariposa, era impredecible.
Esta vez no trajo sólo el Caos, también cumplió el deseo de dos ancianos que temían abandonar el mundo separados. Aquella bestia llamada Muerte los encontró abrazados.