jueves, 26 de noviembre de 2009

El Efecto Libélula

Con este relato tenía que ceñirme a los temas Caos y Muerte, una de las reglas del ya archiconocido TDL de Sedice.com. No sé por qué lo primero que se me ocurrió fue esto. O tal vez sí lo sepa. Las almas inquietas no tenemos remedio. Dicen que la duda ofende. Que la ofensa también haga dudar. God save América.

--------------------------------------------------

La jungla latía día y noche, llena de sonidos que Khuong no escuchaba. Los años le habían ido robando su audición hasta que ya no quedó mucha más que robar. En verdad, sus sentidos sólo eran parte del tributo que nueve décadas de trabajo continuo se habían cobrado. De su peso corporal se llevaron una porción mayor.

Khuong pasaba las horas sentado en el porche de su choza junto a Linh, su esposa y su aliento, compañera desde hacía tanto tiempo que les era imposible recordar cuánto, ni aun uniendo sus memorias resquebrajadas. Linh era otra de las muchas almas que se marchitaban lentamente en aquella región, ancladas a unos cuerpos que ya casi se negaban a andar. Ambos tenían una máscara de arrugas por rostro, surcada siempre por una sonrisa perezosa y eterna.

—¿Sabes, mi amor? —dijo él, con tono melancólico—. A veces pienso en la Muerte.

—¿Qué? —preguntó ella, acercándose unos centímetros. Era apenas unos meses más joven que Khuong, y sus sentidos estaban igual de gastados. La velocidad con la que giraba el cuello hacia él parecía ir al compás del sol, que empezaba a asomar la cara.

—¡La Muerte! —repitió el anciano—. Pienso mucho en ella.

—¡Shhh! Calla. Esa palabra es el nombre de una bestia que siempre despierta cuando se la llama.

—No temo a la Muerte en sí —siguió él—. Ya le he sacado demasiada ventaja. De lo que tengo miedo es de morir antes que tú y obligarte a ver cómo me convierto en polvo. Pero tampoco quiero verte a ti dar ese paso antes. No soportaría un día sin el roce de tus dedos.

Linh pareció darse cuenta en ese momento de que sus manos estaban entrelazadas, como raíces que, a falta de tierra, se buscaran mutuamente para robarse la savia.

—Entonces moriremos juntos —dijo convencida. Si la bestia nombrada despertaba, tal vez los sorprendiera allí, pero no encontraría la manera de desatar el nudo de sus dedos.

Khuong apretó los suyos, regalando a los de su amada un suspiro de calor.

—Sí, así será. Es el último deseo que le puedo pedir a esta vida.

Ambos residían bajo un techo de paja y bambú, en la misma cabaña que los vio envejecer. Apenas podían diferenciar los colores del entorno, ni degustar los olores que desprendían unos campos de cultivo que los campesinos tuvieron que arrebatar a la propia selva.

Algunos acudieron a los arrozales para iniciar la jornada de trabajo. Para Khuong y Linh sólo eran siluetas borrosas, pero él adivinaba cada movimiento de las herramientas, cada gota de sudor resbalando en la frente de sus vecinos. Muchos de ellos aún dormían en cunas cuando era Khuong quien regaba la tierra con su sudor.

La memoria le devolvió un recuerdo.

Una mañana, la todavía joven Linh interrumpía su labor unos segundos para contemplar el vuelo de dos libélulas, y Khuong hacía lo mismo para contemplarla a ella. Linh sonrió a los insectos, que bailaban acompasados en una danza aérea. Parecían enamorados. Khuong también sonrió. Él no parecía enamorado. Lo estaba.

—Hace tiempo que no veo libélulas —dijo, volviendo a la realidad. Ni la añoranza conseguía borrar aquella expresión jovial tan arraigada entre las arrugas—. Puede que ahora esté rodeado de ellas, pero mis ojos se han negado a perseguirlas como antaño.

—¿Qué?

—¡Libélulas! Recuerdo que te gustaban.

—Ah, sí. Y a mí.

—¡Dice un proverbio que el aleteo de sus alas se puede sentir al otro lado del mundo!

—Sí. Pero creo que el proverbio hablaba de mariposas.

En aquel rincón del sur de Asia, en los dominios del monzón, la selva se convertía en un depredador. Dos ancianos que se consumían por instantes eran una presa fácil. Aun así, medio ciegos y sordos, esa selva era su hogar.

A lo lejos, hacia un mar que jamás habían visto y más allá de él, existían ciudades, laberintos de calles donde las personas llevaban una vida de ajetreo, lujos y miserias. Cambiaban de gobierno, de bandera y de ideologías, incluso se arrojaban a la guerra por ellos, más por desacreditar la opinión del contrario que por defender la propia. Pero a Khuong eso le importaba poco. La jungla siempre era la misma, mandara quien mandara en las ciudades.

En alguna de ellas alguien usaría el antiguo proverbio chino para afirmar las bases de la Teoría del Caos, según la cual, un pequeño cambio en las condiciones iniciales de cualquier suceso conducía a grandes discrepancias en los resultados. Lo llamarían Efecto Mariposa. Para sus defensores, la naturaleza inestable de la atmósfera hacía posible que el aleteo de ese animal en determinado momento y lugar pudiera causar un huracán en el otro extremo del planeta.

Khuong no habría aprobado la idea de que una mariposa, o en su caso una libélula, fuera capaz de generar el Caos.

Se equivocó.

Porque aquella mañana del 16 de marzo de 1968, tres compañías del ejército norteamericano pertenecientes a la 11ª Brigada de Infantería, una de las muchas que su país envió a ese lado del Pacífico, emprendieron una operación de búsqueda y destrucción en los alrededores de My Lai, imaginando Vietcongs tras cada rama, tras cada cosa que se moviera.

La selva, como la Muerte, es una bestia hambrienta, y quien se adentra en ella sin conocerla acaba convirtiéndose en otra.

Al verlos llegar, los aldeanos intentaron escapar. Fueron abatidos.

Khuong no estaba completamente sordo, ni ciego del todo, sólo lo suficiente. Sus ojos cansados sólo necesitan ver un destello y sus oídos oír un susurro. Su mente inventaba el resto. El grito de un niño siempre parecía el mismo, tanto si jugaba animado con sus compañeros como si corría huyendo de las balas.

La guerra se desenvolvía rompiendo todas las reglas y acuerdos internacionales, un baño de sangre y napalm donde, si los árboles constituían un impedimento para el invasor, eran aniquilados como un enemigo más. Dos millones de hectáreas fueron arrasadas para despejar el camino de las balas.

En My Lai no había Vietcongs, pero a los soldados no les importó. Tenían sed de sangre y la sed no se aplaca sola. Arrojaron granadas dentro de las chozas y dispararon contra cualquiera que se atreviera a abandonarlas. Violaron a las jóvenes, reunieron a varias personas en una acequia y las ejecutaron. Un niño de dos años salió entre los cuerpos gateando, cegado por la sangre, el barro y las lágrimas. Un oficial lo empujó de una patada y le disparó.

Mientras los cultivos y las casas ardían, uno de los soldados terminó de violar a una muchacha. Pero luego siguió haciéndolo con el cañón de su M 16. Apretó el gatillo, y el orgasmo del arma acabó con uno de los muchos alaridos que acompañaban a las explosiones de las granadas, las ráfagas ininterrumpidas y el aleteo de unas libélulas que Khuong pudo ver tras décadas sin conseguirlo.

—¡Mira, Linh! ¡Las libélulas!

Ella intentó enfocar la vista, siguiéndolas con unos ojos rendidos a la fatiga.

—Siguen siendo bonitas—. Sonrió, aunque le dolió el cuello cuando tuvo que mirar directamente hacia arriba. La libélula estaba justo encima.

La sordera de la pareja convertía el estruendo de sus hélices en un sonido amortiguado, en un revoloteo de insecto que, como en el proverbio chino, era capaz de convertirse en huracán.

El helicóptero OH-23 Raven lanzó botes de humo para marcar posibles objetivos, algunos con la misión de señalar la presencia de heridos que necesitaran atención médica. Misión que, abajo, nadie tenía intención de cumplir.

Alguien ensartó a un bebé con una bayoneta.

Estados Unidos irrumpía en Vietnam bajo la bandera de la democracia y en nombre del llamado mundo libre. La realidad era otra, pero la selva también se ocupó de ocultarla. Entre la maleza, miles de civiles caían bajo incesantes lluvias de plomo y cielos que se hundían envueltos en fuego de napalm, sobre una tierra que agonizaba devastada por sustancias químicas prohibidas.

Khuong siguió aferrando la mano de Linh y envolvió su hombro con el otro brazo, estrechándolo con toda la fuerza que le permitían los huesos. Sus caras se apoyaron una contra otra. La libélula pasó sobre ellos y levantó un vendaval de hojas y polvo.

—Recuerdo que te gustaban —murmuró él, con palabras colmadas de cariño añejo—. Han venido a saludarte.

—¿Qué?

Khuong solía responder a esa pregunta alzando la voz. Esta vez no lo hizo.

Una nueva ráfaga de disparos barrió el aire. Las granadas convirtieron la aldea en una maraña de cañas y paja, de carne y huesos, mejor o peor combustible para las llamas carroñeras que esperaban impacientes su ración.

Aquel reducto de suelo había logrado esconderse del napalm, del Agente Naranja y la estela de cráteres que dejaban a su paso los B-52. Pero el Efecto Libélula, como su hermano Mariposa, era impredecible.

Esta vez no trajo sólo el Caos, también cumplió el deseo de dos ancianos que temían abandonar el mundo separados. Aquella bestia llamada Muerte los encontró abrazados.

Alfombra Azul


Esta foto la saqué por el norte, lejos de mi tierra abrasada por el sol. Bueno, la sacó la cámara, yo sólo disparé. Ahí viven las náyades, que antaño inspiraron a cuatro mendigos para dar nombre a un grupo de música. Un saludo a los otros tres jinetes del Apocalipsis. Náyade no ha muerto, aún corre por mis venas.

Vida y Muerte

Este microrelato es antiguo, de cuando empezaba a frikear por los foros. La versión original seguirá por ahí colgada. He intentado pulirlo un poco sin cambiar nada. Del resultado que opinen otros.

--------------------------------------------------

Las colinas parecían estar teñidas de la misma sangre que impregnaba medio valle. El sol de la tarde caía sobre ellas vestido de rojo, robándole al cielo lo poco que le quedaba de su anterior color azul. Abajo, a no más de un paso del mismísimo infierno, toda la cuenca fluvial del río Oestresse temblaba por los golpes de las espadas contra los escudos, de los cascos de los caballos y las armaduras que se desplomaban en el suelo, siempre con alguien dentro. En un último intento por aferrarse a la vida, mil manos enfundadas en guanteletes metálicos se arañaban entre ellas o chocaban contra todo. Parecían peces fuera del agua, temblorosos, agónicos, arañas ya muertas que seguían convulsionándose.

La guerra duraba demasiado tiempo. Los soldados perdieron la cuenta de los días que habían estado pendientes de cada avance, de cada victoria o derrota, o de las veces que los mensajeros cabalgaron de una loma a otra intercambiando informes. Éstas eran puntos estratégicos donde los oficiales a caballo observaban como estatuas inmóviles. Sólo sus capas y penachos se agitaban a merced del viento. Sobre una de las colinas más altas, donde apenas un año antes se levantaba un hermoso monasterio, las ruinas servían para amontonar dentro a los heridos y, en muchos casos, para observar la incapacidad de los curanderos.

Aquella habitación debió de ser una cocina junto al antiguo claustro —muchos imaginaban a los fantasmas de los monjes pedir con gestos mudos que se cumplieran los votos de silencio—, pero ahora, dividida en una veintena de compartimentos separados por maltrechas cortinas, era una de tantas estancias habilitadas para dejar que la muerte paseara reclamando almas.

Los gritos de Kindeira, la esposa del general Droke, se levantaban a veces por encima de los alaridos de los mutilados, o los últimos estertores de alguien que aún vivía en un cuerpo que ya no merecía ser llamado con ese nombre.

—Sé fuerte, querida —le dijo Mahouran Droke, mientras apretaba los dedos de su esposa y apoyaba otra mano en su pecho, para impedir que se incorporara en un arrebato de dolor—. Has salido de situaciones peores.

Kindeira estaba acostada en una camilla improvisada. Muchas otras llenaban el suelo, ocupadas por soldados que llegaban por docenas desde aquel bosque de lanzas que se agitaba sobre una marea de sangre. La catapultas enemigas eran responsables de que muchos civiles los acompañaran.

Kindeira apretó los dientes. El sudor hacía de su larga cabellera negra una maraña de pelo mojado. No era el único fluido que perdía, después de que algo desgarrara sus entrañas. El estruendo del valle llegaba como un simple murmullo, casi apagado por completo cuando el médico que atendía a la mujer cerró aún más las cortinas.

—Aguántala —le dijo al general, que había abandonado por un momento sus funciones para atender cuestiones más personales. Tras dar las órdenes precisas a sus suboficiales, la tropa podía prescindir de él durante unas horas—. Necesito las dos manos.

Kindeira liberó otro grito de dolor. Se clavó en los oídos de Mahouran como un puñal que atravesara su cerebro, pero sus manos callosas y ensangrentadas seguían empujando el cuerpo de su esposa contra la madera y las mantas, consciente del sufrimiento que de alguna manera compartían. Ni siquiera apartó la mirada de aquel chorro de sangre que goteaba hasta el suelo desde las caderas de su amada.

El médico habló en voz alta a la mujer, como dándole órdenes. El general Droke no se fijaba en qué utensilios utilizaba, ni lo escuchaba pese a estar a un palmo de él. Estaba acostumbrado a presenciar asambleas subidas de todo y había aprendido a ignorar las voces a su alrededor. Sus pensamientos viajaron al ayer. Hacía ya meses desde la última vez que recordó haber hecho el amor con su esposa, frente al fuego del hogar, antes de que la guerra llegara hasta sus puertas como una avalancha impredecible. Aquel recuerdo no parecía más lejano que la última decisión dictada a sus hombres o que los tragos de vino de la pasada noche.

De repente, los alaridos de Kindeira cesaron. Mahouran volvió a la realidad. Los segundos posteriores se hicieron eternos antes de que se oyera el llanto de otra persona, uno que nunca antes se había oído.

Mahouran no pudo expresar sus emociones sabiendo que muchos de sus soldados abandonaban la vida tan cerca de allí, donde sólo una nueva más surgía en honor de tantas. Pero un brote de felicidad florecía entre otros mil pensamientos arrasados por la desesperanza.

Quién le iba a decir que vería nacer a su hijo en el campo de batalla.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

La Sombra de un Nombre


Este relato fue el primero que escribí para un concurso. Por esa razón lo he elegido para inaugurar el blog. Ahora es primero en algo dos veces. Quedó dentro de los publicables en caso de hacerse una antología, lo que en ese momento me pareció un gran paso. Ahora sé que en el mundo literario (y en muchos otros mundos) la mayoría de los pasos se queda en nada, como si los dieras sobre una escalera eléctrica que siempre baja. Os lo dejo. Torturad vuestras retinas.


Diciembre de 1244:

Azzaraia canturreaba una canción mientras tejía una chilaba negra como un ala de cuervo, a la luz de un candil. Fuera del hogar, la nieve era dueña de todo.

—Tuve dos hijos —susurraba la melodía—, y a los dos los perdí.

Apenas un segundo después de oír un golpe de nudillos en la puerta, Abdel Karim entró con gesto sombrío. Vestía una prenda similar a la elaborada por la mujer, tal vez para poder esconder debajo una extraña espada que nunca antes fue vista entre los árabes. Era una falcata íbera, forjada en secreto como tantas otras.

—Hospitia, Diniu ha caído. Se ha rendido a las hordas del rey Jaime de Aragón.

—Querrás decir Dàniyya —le recordó la mujer el actual nombre de la ciudad sometida—, y yo me llamo Azzaraia.

Abdel Karim echó una mirada desconfiada al exterior, antes de cerrar la puerta.

—Fuera de esta casa —dijo en voz baja—, rezaré a Alá y no comeré cerdo ni beberé vino, pero mientras existan paredes que escondan a los miembros del clan, mi nombre seguirá siendo Viriato y el tuyo Hospitia. He venido a hablar del vínculo de tus hijos con la caída de Diniu. El Oráculo predijo que se encontrarían de nuevo, tarde o temprano. Es su destino.

—¿No te parece muy oscura esta prenda? —cambió de tema la mujer, como si hablara sola—. No sé por qué los hombres tenéis tanto desafecto por el color. Parece una sombra.

Azzaraia clavó sus ojos en los del hombre y su voz se volvió más profunda.

—Y eso parecerá la persona que la vista. Recuerda que nosotros, ahora, también somos sombras.


Febrero de 1276:

La Reconquista era un hecho. Varios estandartes ondeaban en el campamento cristiano, como contagiados por la sed de sangre musulmana que cegaba a sus dueños.

—Al-Azraq encabeza de nuevo una gran rebelión —dijo Rodrigo, el más arrojado de cuantos caballeros conversaran en la tienda sobre un único tema, la guerra—. Rompió la tregua hace un cuarto de siglo, y el exilio no lo amedrenta.

—Ese bastardo firmó vasallaje al rey Jaime —respondió otro caballero—, pero no ha hecho más que levantarse en armas contra la corona de Aragón.

Un tal Francisco de Gamboa, monje que decía pertenecer a la Orden del Císter, se levantó de un butacón como si éste le quemara. Antes de que nadie pudiera interrumpirlo comenzó a escupir versículos de la Santa Biblia, mezclados con otras frases rebuscadas que recordaban antiguos sacrilegios y abusos cometidos por los moros.

Rodrigo volvió a recuperar su visceral odio hacia el Islam. Los monjes cistercienses que lo criaron desde pequeño apenas esperaron a que tuviera conciencia para contarle cómo unos mercenarios moriscos llegaron a su casa y secuestraron a su familia. Si no hubiera sido por ellos, tampoco él habría escapado.

El hecho de crecer sin madre lo fortaleció, lo convirtió en un valeroso guerrero guiado siempre por sus ansias de venganza.

—¡Dios lo quiere! —gritaba tras cada frase estudiada del monje—. ¡Arrojaremos a esos diablos al mar! ¡Dios lo quiere!


Marzo de 1276:

El Valle de Al-Agwar —Las Cuevas en árabe— estaba encarcelado entre varias sierras, algunas cortadas en vertical por un hermoso barranco. Hacia levante, el horizonte marino chocaba con la silueta de un monte vigilado por las gaviotas, que más tarde los cristianos llamarían Montgó.

Muhammad se asomó tras la gastada almena de una torre de guardia. El paisaje descendía entre terrazas de tierra fértil, salpicadas de frutales y pequeños núcleos urbanos. Los unía un rústico sendero escalonado formado por siete mil peldaños en zigzag, fruto de muchas manos afanosas —en un futuro sería considerado una reliquia de la ingeniería almohade—. A lo largo del barranco, multitud de fuentes derrochaban un agua clara y fría, inconscientes de que siglos más tarde escasearía en ese mismo lugar.

Muhammad era fiel a las tradiciones, al ayuno durante el mes de Ramadán o a la oración diaria.

Alá lo había elegido para acabar con la avanzada cristiana que estaba acabando con los últimos restos del antiguo y glorioso Al-Ándalus, por eso se unió al rebelde Al-Azraq. Corán en mano, siempre se llenaba los oídos con las enseñanzas del profeta, hasta que su desprecio por los hijos de la cruz crecía como un fuego sobre pasto seco. Así olvidaba que la verdadera razón de su odio era que los infieles le arrebataran a su familia cuando era niño.

—¡Mahoma lo dijo! ¡Alá es grande, y él quiere su destrucción!


Abril de 1276:

La ya anciana Azzaraia merodeaba por el bosque como un pájaro más, recogiendo flores. El hombre que desde hacía horas intentaba entablar conversación con ella la acosaba con palabras que no parecía escuchar. Lo hacía en una lengua que se creía extinta, apenas oída ya en el norte de la península ibérica.

—No insistas, Abdel Karim. Ese tal Al-Azraq será derrotado, y los cristianos seguirán avanzando.

—Pero arrasarán el bosque cuando lleguen aquí. Usaron fuego para rendir otros núcleos sublevados, y no suelen cambiar de táctica cuando una les vale.

—El fuego llegará igualmente. ¿Qué importan las manos que lo traigan? Nuestro pueblo acabará cayendo... o diluyéndose con los suyos, como ha sido siempre.

El hombre hizo un esfuerzo para no alzar demasiado la voz.

—También los romanos creyeron tenernos conquistados, y ya cuando los visigodos reinaban estas tierras, lo único que les importaba era que rindiéramos culto a ese hombre clavado en dos traviesas cruzadas.

La mujer arrancó otra flor, estudiando cada uno de sus colores.

—Se lo rendiremos sin que nadie nos obligue. Nuestra fe se doblegará.

—¿Culto a un hombre ajusticiado con espinas y clavos? ¿O te refieres a ese otro que le arde la cabeza, según ese Corán que tantas veces me obligaron a escuchar?

—Hablas de los hijos, no del padre.

—De “los” padres, querrás decir.

—¿Acaso no te das cuenta de que pelean por un mismo dios? Hasta ellos lo sabrían si se detuvieran a leer sus propios libros sagrados.

—Sus dioses o sus libros no me importan. Me importa mi gente, y que no quemen nuestro bosque.

—Lo quemarán, tarde o temprano, estemos nosotros aquí o nos hayamos ido.

—¡Pero Sakarbik y Orisos son el fruto de tu vientre! Si descubren que son hermanos, todo puede cambiar.

—¿Cambiar? —se extrañó Azzaraia. Era la primera vez que se dignaba a mirar a los ojos de su compañero, como si aquellos dos nombres la hubieran sacado de un mundo de sueños—. ¿Para bien o para mal? Mi madre dejó que el tiempo hiciera conmigo lo que me tenía guardado desde que nací, sin interponerse ante los designios del destino. Haré lo mismo con mis retoños, aunque luego ellos obliguen a los suyos a repetir sus pasos. ¿Por qué quieres que sea yo quien acabe con ellos? ¿No ves que si los despojo de una fe tan arraigada en sus corazones los destruiré?

El hombre no supo contestar.

—¿Sabes por qué tu padre quiso llamarte Viriato? —cambió ella de tema, forzando una triste sonrisa.

—¿Quién no conoce la historia del pastor guerrero? Vivió en el otro extremo de Iberia, pero las leyendas vuelan con el viento.

—Déjame igualmente que mi lengua se desahogue repitiéndotela. Hace mil quinientas primaveras, hubo un pastor que se levantó contra el antiguo Imperio Romano. Lusitania aún se nombraba en los mapas. Viriato derrotó muchas veces a los romanos y les obligó a negociar la paz, reconvertido su pueblo en aliado de Roma. Pero los mismos mensajeros que mandó aceptaron otros sobornos y acabaron con su vida mientras dormía. Sin líder, los lusitanos tardaron poco en rendirse y los íberos fuimos esclavizados.

—No todos.

—No si piensas en la esclavitud como en una cadena al cuello. Adoramos a Alá cuando el Islam entró en nuestras casas, y adoraremos al clavado en la cruz cuando empujen a los musulmanes al sur. Claro que seremos esclavos, Abdel Karim. Es nuestro destino.

—Eres afortunada por saber todavía tu antiguo nombre, mientras muchos otros lo olvidaron, como tus hijos. ¿Por qué reprochas de tus raíces? Seremos sombras, como siempre dices, pero sobrevivimos.

—Pronto dejarán de obligarte a rezar arrodillado hacia La Meca, pero tendrás que acudir a otros templos y los nietos de tus nietos sufrirán lo que tú sufres hoy. Si es el valle lo que te preocupa, Al-Agwar será repoblado por familias llegadas del mar, de Medina Mayurqa, no me preguntes cómo lo sé. La tierra me lo dice todo. Vendrán con sus cruces, esclavos de ellas; vendrán y se quedarán.

Viriato era una autoridad dentro del clan, esa comunidad furtiva que arriesgaba su existencia día a día, con cada palabra pronunciada en una lengua prohibida siglos atrás. Si la ocasión lo requería, y la guerra era una de ellas, tenía poder para imponerse al consejo de ancianos, pero ahora todo parecía tener la importancia que Azzaraia le daba. Para él siempre sería Hospitia, aunque pronto la enterraran bajo una lápida con otro nombre. La mujer le dio la espalda y volvió a cubrir su cara con el velo, dispuesta a irse.

—Sakarbik y Orisos murieron... —dijo con pena—. Ahora se llaman Rodrigo y Muhammad.

De nuevo la melancolía invadió sus cuerdas vocales, moviéndolas a su antojo. La canción salió de sus labios como un manantial de notas tristes, sin prisa por alcanzarse unas a otras.

—Tuve dos hijos, y a los dos los perdí.