miércoles, 2 de junio de 2010

Nómadas de Urión I. La Médula

Ahí va el comienzo de la nueva novela que tengo entre manos. Su hermana mayor ya está en camino de ser publicada. A ver si con esta tengo la misma suerte.

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El cielo nunca es amable con los nuestros. A menudo escupe vientos que nos arrancan los pies del suelo, o arroja puños de granizo cuando es agua lo que le pedimos. Sin embargo, aquí, al oeste del Aro, aún debemos agradecer su compasión. Porque quizás la lluvia sea el mejor de sus regalos, pero te aseguro que el viento no es el peor de sus castigos. Hablo por experiencia. He conocido todas las caras del cielo. Más al sur, en los confines de Nargos, cada verano cuece las plantas y hace que el agua hierva sobre el suelo. Al norte, en el Gáutaro, los inviernos congelan la sangre en las venas y retan con su aliento helado al mismísimo Dios Sol.

No me extraña que la tierra se haya cansado de tanto maltrato. Ahora nuestro mundo es árido y hostil, una celda para fuertes y una tumba para débiles. Los antiguos lo llamaron «El Aro» por razones obvias. Todo lo que conocemos de él es una red de islas unidas por inmensas extensiones de barro salobre, denominadas Lenguas. Los sabios dicen que una gigantesca roca cayó del cielo para levantarlas del fondo marino, millones de años atrás, antes de que el primer hombre pisara este suelo. Eso explicaría su forma circular. El impacto dejó tres archipiélagos cosidos, obligando a los futuros pueblos a nacer ya unidos y enfrentados. Islas y Lenguas comparten ahora la misma condena. Apenas tienen parajes dignos de ver, y aunque los tuvieran, casi nadie se alejaría del camino para contemplarlos. Sí, nuestro mundo es una celda surcada por un único camino, que empieza en el mismo lugar donde acaba.

Hay momentos en los que la mismísima muerte se abre paso a través de él, y a cada tramo le llega el suyo con precisión anual. El Aro es como un inmenso reloj solar. El clima se limita a clavar una aguja en el centro, para que el sol la mire desde todos sus lados y extienda una delgada sombra hacia un punto u otro, haciéndola girar eternamente. Nosotros, los hombres, somos como motas de luz que se apagan bajo esa sombra. Si no nos movemos a su ritmo, apartándonos de su avance, la muerte nos alcanza.

Tarde o temprano, todos los desafíavientos sufrimos esa suerte. Imagino que no será muy diferente para la mayoría de hombres y mujeres que forman las otras cinco tribus. Los desafíavientos no tenemos dominios, ni en tierra firme ni en cualquiera de las tres Lenguas que nos sirven de puentes. Tampoco gobernamos en ninguna de las diez Ciudades Oasis. Tal vez por eso nos sentimos menos libres, pero por esa misma razón damos más valor a la libertad.

Mi nombre de nacimiento es Dágor de Sárzak, al que he renunciado para no mancillar el honor de mi familia. Mis amigos me llaman Humo Rojo. Mis enemigos también, pero ellos nunca me pronuncian en voz alta. No tengo una sola cabeza de ganado, ni pretensión de tenerla. Tampoco me preocupa. Nadie entre los míos se dedicó nunca al pastoreo.

Ahora camino lejos de mi gente, de todo lo que representan. Llevo semanas viajando con los domametales. Para ser más concreto, arrastro mis pies junto a trescientos mil nómadas de la Marca del Hierro. Al contrario que las demás tribus, inclinadas a la unión para afrontar su inferioridad frente a los domametales, éstos se enorgullecen de seguir divididos en tres fracciones. Las Marcas del Bronce y del Cobre son las otras dos. Comparten el sur y el oeste del Aro con la Marca del Hierro, y seguirán compartiéndolos mientras acepten su hegemonía.

A mi lado, los domametales me miran, pero no me ven. O me ven como a uno más. Los que se dignan a observarme con más atención adivinan enseguida mi origen desafíavientos. Sus reacciones suelen ser un simple parpadeo, una mueca de desaprobación o un gesto indiferente. Todos callan por prudencia. Unos pocos se apartan y murmuran a mis espaldas. Otros les escuchan sin demasiado interés. Nadie suele entorpecer sin motivo el tránsito de un hombre libre. Los rapados dicen que no es del agrado de los dioses, y en cualquiera de las seis hordas nómadas que recorren el Aro es común ver a gente exiliada de otras. También es un dicho de los rapados que el camino no es de nadie y es de todos.

No obstante, los más sabios creen leer el peligro en los ojos de los extraños. Aciertan al pensar así. Acertarían si pensaran así de mí.

Ninguno de ellos conoce mi secreto, ni podría asegurar en qué momento me uní a ellos. Tampoco se darán cuenta cuando desaparezca. No saben quién soy, qué busco o de qué modo les afecta mi presencia entre ellos. El reto de todo mercenario consiste en pasar desapercibido, aparecer en la noche con una hoja afilada y desaparecer cuando se ha rebanado el cuello que alguien te ha dicho que rebanes.

Como digo, la muerte es algo cotidiano para los desafíavientos, algo más que cotidiano. Es nuestra hermana.

Durante el tiempo que llevo con los domametales estoy aprendiendo algunos de sus valores. Sus jueces, por ejemplo, dicen que existen varios tipos de muerte. Suelen imponer distintas sentencias a ladrones, violadores o asesinos. A unos los mutilan para que su paso sea más lento que el de la horda, a otros los ciegan para que su rumbo se aleje del nuestro, y los más afortunados son atados a un poste en el camino para que simplemente vean a la horda marchar sin ellos.

En el reloj solar que es el Aro, da igual correr tras la sombra de la aguja o hacerlo delante de ella. Lo importante es que no te roce, no detenerse, porque ella no lo hace.

Pero los jueces se equivocan. No hay varios tipos de muerte. El destino de cualquier condenado abandonado en mitad del camino es el mismo cuando llegan los nabuqs.

Los nabuqs no huyen de la sombra de la aguja. Ellos son la sombra.