domingo, 23 de octubre de 2011

Avance: El Tablero de Yidana (Inicio Capítulo 3: Ergondale)

Este blog se estaba muriendo. Por razones que, a pesar de ser graves, no valen de excusa. Aprovecho estos días de resurrección para mostraros Arane, el mundo donde se desarrolla la historia del Tablero de Yidana. Con permiso de los dioses, cuelgo aquí un extracto de mi ópera prima, la novela de la que ya puedo enorgullecerme por haber emocionado a algunas personas. El parto, su salida al mercado, está prevista para este próximo 14 de Noviembre de 2011.

Arane es un mundo sangriento, bélico por excelencia. De sus siete islas nacidas de mis dedos y mi insomnio, Ergondale es mi favorita. Verde. Viva. Palpitante. Es mi hija predilecta. Este texto es el comienzo del tercer capítulo, lejos de las batallas y carnicerías que tiñen de rojo otras páginas. Es especial porque en él aparecen por primera vez el nombre de las siete almas. Casi todo el peso de la mitología del libro se apoya en ellas. De momento solo es fantasía, pero se hará más real cuantos más ojos lo lean. Buen viaje a través de Arane, incauto lector.


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Una vez por semana, los alumnos más jóvenes recibían siete enseñanzas de los ancianos compositores, los únicos que sabían interpretar todas las notas musicales con su voz. Después, ambos se separaban hasta la semana siguiente, el maestro para pensar en las próximas siete lecciones y los muchachos para meditar sobre las ya recibidas.

—Vuestra suerte se decidirá en un momento de fuerza y rabia —habló Lundahinda sin previo aviso, cogiendo desprevenidos a sus dos únicos alumnos—. Entonces descubriréis vuestra mayor debilidad.

Lai supo que aquellas palabras eran parte de la primera lección del día, aunque al principio no entendió demasiado. Su compañero Nuilari ni siquiera prestaba atención. Aquella tarde de comienzos de verano no estaba tan despejado como requería su cita con el aprendizaje, y seguramente le costaría mucho descifrar cada consejo de Lundahinda. Todos los compositores como él apreciaban el esfuerzo de sus jóvenes. Quizá por eso elegían para sus clases los días que más obcecados tenían el cerebro.

—¿El Zorro Mudo? —preguntó Lai, ansioso por saber cuál sería su mayor debilidad.

—Creo que os falta mucho que aprender —suspiró Lundahinda.

Él y Lai eran elcetas, la raza híbrida que predominaba en la isla, mientras que Nuilari era un simple niño humano con aspiraciones a druida. Él jamás llegaría a compositor. Nadie de sangre caliente lo conseguía.

Los cuerpos de los elcetas estaban hechos de madera. Sus cabezas parecían cáscaras de una inmensa nuez con el hocico en forma de pico de pato, agujereado como una flauta. Dos largas orejas acabadas en punta les crecían paralelas a los hombros, y conservaban una delgadez extrema. Aunque de jóvenes tenían el color claro de la madera pulida, con los años les salían nudos en las extremidades y adquirían un matiz pardo más oscuro. Ya de viejos se les resquebrajaba la piel como a la corteza de los árboles, llenos de musgo y protuberancias.

Lundahinda tenía tantos nudos en las piernas y los brazos que parecía un arbusto seco cuando se quedaba quieto, pero aún tenía las facciones lisas y apenas mostraba grietas alrededor de sus grandes ojos negros, sin iris ni pupilas. Los de Nuilari eran rasgados, como cualquier ergondalino.

Los tres caminaban por un sendero cercano al mar, iluminado con farolillos de papel. El parque de Blera era un lugar de reposo anclado en una selva hecha también para el reposo, un pequeño retal del inmenso tapiz verde que era Ergondale. Se encontraba en la zona más sureña de Talanzas, lejos de las altas cordilleras. Dentro de los farolillos brillaban unas piedras fosforescentes que absorbían la luz del sol durante el día y la dosificaban por la noche, hasta que se extinguían al amanecer.

En la zona norte del parque había árboles tan altos que los hombres parecían hormigas si se los miraba desde las copas, y otros tan anchos que hacían falta treinta personas cogidas de las manos para rodear sus troncos con los brazos. Pero Lundahinda daba sus clases cerca de la costa, rodeado de palmeras y árboles más pequeños.

—Cuanta más voluntad malgastéis para esquivar esa suerte, menos voluntad os quedará para sortearla —dijo, retomando el paso—. El exceso de voluntad hunde a quien intenta correr por el agua en lugar de nadar.

El compositor vestía con pieles de faitungo, una especie de alimaña que crecía bajo las raíces de los guaín, árboles cuya madera no presentaba anillos al cortarla. Las sujetaba con un cinturón hecho con largas hojas de anea seca, ceñido bajo unas hombreras y un ancho sombrero en forma de cuenco, todo tejido del mismo material.

—¿Correr huyendo de quien te persigue o persiguiendo a quien huye de ti? —preguntó Lai.

Aunque él no llevaba sombrero, también se ajustaba la ropa con un cinturón de anea. Los tres llevaban a la espalda unas varas rectas de madera.

—Los pájaros huyen de un simple ruido cuando una hoja seca cae tras ellos —le respondió el maestro—, y a veces vuelan directos a las zarpas de una rapaz. También hay rapaces que quedan atrapadas en zarzas mientras cazan. ¿Qué importa si huyes o persigues, cuando no sabes lo que te espera delante?

—¿El Zorro Mudo? —preguntó Lai de nuevo.

Nuilari lo miró de reojo, creyendo que el maestro le reprocharía su obsesión con la bestia mística. Pero Lundahinda cerró aquel pico aplanado que tenía por boca, curvando sus labios de madera hasta que formaron un círculo estrecho. Luego puso sus largos dedos sobre los ocho orificios nasales que todos los viejos compositores tenían en su hocico. Al soplar, una triste melodía se levantó entre las ramas, buscando esa luz solar que se estrellaba contra el techo de hojas. Los sonidos eran pausados y graves, como clara afirmación a la pregunta anterior. Ningún ergondalino necesitaría de palabras para saber que la canción hablaba del Zorro Mudo.

Todos los elcetas adultos dominaban la lectura musical, vocalizando el nombre de las notas con su correspondiente entonación. Era como leer un libro escrito pero dando un tono diferente a cada sílaba. Ahora Lundahinda sólo pretendía silbarlas.

Dos Magras habían conseguido exprimir el poder oculto de los números y las letras nimeanas. Si de ellos nacieron las dos ciencias de los naidones, el lenguaje musical era como una tercera ciencia para los druidas de la Selva, aunque su magia era obtenida de un arte más antiguo.

Pero tratarla no implicaba únicamente saber reconocer las notas y todas las variantes de tonos y semitonos que componían el abecedario de Ergondale. También había que descifrar los signos sobre la partitura que marcaban el tiempo que duraba cada una.

Lundahinda no necesitaba partituras. Conocía algunas melodías de memoria.

Lai intentó copiarlo, para demostrar que entendía la lección. Una pobre imitación brotó de sus agujeros. Solo tenía cuatro. Tendrían que pasar otros diez años para que le salieran dos más, y el doble de tiempo para poder presumir de otros dos nuevos. Mientras a los hombres se les estiraban los huesos o les crecía pelo donde antes no tenían, los elcetas contaban cada etapa de crecimiento por el desarrollo de sus capacidades musicales.

—¿Quiere decir eso que me has entendido, Lai? —preguntó el compositor.

—Sí —respondió el joven elceta.

—¿Y tú, Nuilari?

El muchacho humano abrió su túnica verde, metió la mano en un bolsillo interior y sacó una flauta de madera. Tenía un agujero para cada dedo, pero jamás conseguiría de ella los sonidos que un elceta era capaz de crear con su hocico. Solo se aproximaría cuando tuviera una daekiria de veinte agujeros.

—No —respondió tras pensarlo mejor, y volvió a guardar el instrumento.

Lundahinda no esperó más explicaciones. A quien le correspondía hablar era a él, que sólo pedía sinceridad en las respuestas. Al rato se detuvo, observó con detenimiento un árbol achaparrado por la cercanía del salitre y sus dos alumnos hicieron lo mismo.

Lai supo lo que debía hacer. El crecimiento del árbol era tan lento que parecía imposible observar sus cambios. Año tras año ganaba altura y fortaleza, y una sabiduría que ningún mortal entendería. Para pasar de aprendiz a druida, y luego a compositor, había que notar esos cambios, por invisibles que fueran. Lai se concentró como nunca. Mientras no escuchara los pasos que daba la savia en las venas del árbol, ni oyera cómo las raíces apartaban la tierra buscando humedad, su nariz seguiría teniendo cuatro agujeros. No compondría músicas completas.

Cuando cerró los ojos y puso su mano en la corteza, Lundahinda lo interrumpió.

—El Zorro Mudo nunca descansa —dijo, reanudando la caminata—. Él olfatea, escarba y desentierra. Pero nunca se detiene a observar. Si os huele mientras estáis sumidos en vuestras propias reflexiones, os encontrará desprevenidos. Oiréis la savia correr cuando sea su momento. No os esforcéis en oírla ahora.

Aquélla fue la segunda lección. Lai retiró la mano, obediente. Nuilari, desconcertado, apenas comprendió la actitud del compositor. ¿Por qué se empeñaban todos en que sus aprendices tuvieran conciencia de cada movimiento invisible de la naturaleza, si luego rompían su concentración y les vedaban el camino del saber?

—¿Tú me has entendido, Lai? —preguntó el anciano.

—Sí.

—¿Y tú, Nuilari?

—No lo sé —respondió con timidez—. Creo que no.

Esta vez, Lundahinda esperó a que el humano expusiera sus dudas. Al ver que no lo hacía, tampoco se lo exigió. Torció su hocico en una extraña mueca que pretendía ser una sonrisa y continuó andando.

Se hizo de noche y la selva oscureció. La luz tenue de los farolillos le dio un aspecto fantasmal. Si corría algún viento sobre ellos, bajo las copas y las hojas de palmera era difícil saberlo.

Lundahinda desenfundó su vara de una braza. Tenía cintas de colores en sus extremos, pero aun así predominaba el blanco original de la yutia, la única madera, además de la de guaín, que tenían permitido trabajar.

—¿Sabéis ya cómo utilizar la vuestra? —preguntó, esbozando en su pico de pato otro intento de sonrisa.

Lai respondió sin palabras ni música. Echó mano a su espalda y cogió su vara. La suya era un tercio más corta. De un solo movimiento, la sacó de su funda y ejecutó un par de fintas muy avanzadas para alguien de su edad. La madera pulida de yutia silbaba como si quisiera imitar las cualidades musicales de los elcetas. Ambos, arma y dueño, dejaban bien claro que estaban preparados para enfrentarse a quien fuera, incluso al Zorro Mudo. Los habitantes de la selva representaban en él sus miedos y debilidades. Algunos afirmaban que era real, y otros que solo era una idea moldeada para darles forma.

Nuilari lo miró con envidia. Su compañero lo aventajaba en todo.

—¿Acaso te pregunté si sabías hacerla volar? —pareció extrañarse Lundahinda—. Yo hablé de utilizarla.

Lai se detuvo. Si el maestro trataba de darle su tercera lección con esa frase, sin duda el alumno necesitaría más de una semana para meditar sobre su significado.

—No sé a qué te refieres entonces.

—La yutia permite que la podemos para hacer varas como éstas, pero debemos tratarlas como si fueran parte de nosotros mismos. La yutia tiene que combinarse con el brazo como cualquiera de nuestras tres almas con las otras dos.

—¡Tres almas! —interrumpió Nuilari, llevado por un impulso poco propio de él—. ¡Háblanos de ellas!

Lundahinda estrechó aquellas bolas negras que tenía por ojos.

—¿Por qué te interesan tanto? No me extrañaría si mostrases igual inquietud por cuantas lecciones he intentado enseñarte, pero solo parece atraerte el tema espiritual. ¿Por qué?

—Escuché a Haikarlae leer el Libro de las Siete Almas, en voz alta, pero cuando me acerqué a él lo cerró. No quiso explicarme nada ni me permitió ojear sus páginas.

—Solo los dioses tuvieron siete almas antaño. Ahora tienen seis, cinco las criaturas eternas y tres los mortales. Las de un humano o un híbrido no dotado de magia suelen perecer juntas.

—¿Es en ellas donde almacenamos los sentimientos? —pregunto Lai. Aunque también le atraía el nuevo tema, detestaba haber tenido que interrumpir la clase ahora que las varas de yutia cobraban su importancia en el aprendizaje.

—Y los recuerdos —respondió el compositor—, incluso aquellos que no conocemos por nosotros mismos. Os diré sus nombres, y espero no tener que repetíroslos, ya que no entraban en ninguna de las lecciones de hoy. Son éstos; la llama de la Kraina, anclada en la mente, que nunca se apaga pero puede abandonar el cuerpo cuando a éste le llega la muerte; la sombra de la Nakra, en la carne, que se manifiesta cuando hay luz y se dice que hasta los objetos inertes la tienen; y la flor de la Imnada, en el corazón, que normalmente se marchita cuando una Kraina se apaga o escapa del cuerpo. Solo la Nakra pertenece a la tierra, la Imnada a los dioses y la Kraina a sus Auronias, quienes deciden si deben reencarnarlas en la Marmita de Ánimas o simplemente devorarlas.

Nuilari parecía extasiado por aquellas frases.

—¿La Marmita de Ánimas? —Abrió los ojos de par en par. Por mucho que lo hiciera, no lograría igualar a los de sus compañeros.

—Otro día os hablaré de ella. Según sabemos por nuestra propia Auronia Uvair, las personas que merecen su favor o el de sus iguales regresan al mundo tras la muerte. Vuelven a nacer como niños, con los recuerdos borrados y la flor de la Imnada expuesta al influjo del bien o del mal. Solo algunos sabios pueden reconocer a un muerto reencarnado en un nuevo ser.

—¿Cómo es posible que los objetos tengan alma? —siguió preguntando Nuilari.

—La Nakra no es como las otras, joven. Reside en la sombra de cada uno. Cuando llega la noche se desvanece. Por eso nos da miedo la oscuridad, porque en ella nos sentimos como si nos hubieran quitado una parte de nosotros mismos.

—Comprendo. Una piedra puede tener sombra, pero no aspira a reencarnarse una vez se convierte en arena.

—Ni teme servir de alimento a las Auronias. Los seres vivos asumimos nuestra presencia en el mundo a través de de la Kraina mental y la Nakra corporal, y además tenemos un vínculo con el plano astral mediante la Imnada. Ella es responsable de nuestros miedos. Para nosotros, compositores, druidas o naidones extranjeros, ese plano es más importante que la propia vida. Nada que carezca de Imnada puede pisarlo. Sin los actos de la flor, los dioses no pueden juzgar el destino de nadie. Sabed que el destino de las almas es más importante que el del cuerpo. Y dicho esto me gustaría retomar mis lecciones. Aún no estáis preparados para sufrir una indigestión de sabiduría.

—Pero, ¿qué hay del resto? —Nuilari se impacientó, nervioso como no lo había estado nunca—. Solo has hablado de tres almas.

—¿Acaso quieres tener seis, como los dioses? —Lundahinda estiró su cuello hasta hacerlo crujir. Acercó la cara a la del aprendiz y levantó la voz—. ¿Qué quieres saber sobre Diundas, Espirias o Sakatnas? ¿Qué crees que entenderías si te hablara sobre el pasado de las Auronias? Ahora tienen un cuerpo en el que depositan su poder, y al que rendimos culto en todas las islas, pero no siempre fue así.

Lundahinda se apartó y calibró el silencio que siguió a sus palabras. Así comprobaba que sus alumnos estuvieran satisfechos con ellas. Luego habló.

—Contaré ésta como una lección aparte a las siete que os corresponden. Espero haberos ayudado. ¿La has entendido, Lai?

—Sí.

El compositor volvió a medir el silencio. La luna y las estrellas eran vagos puntos de luz sobre las copas oscuras, eclipsados por el brillo opaco de los farolillos.

—¿Y tú, Nuilari?

El humano agachó la cabeza. Sabía que cuanto más tardara en responder, más difícil se lo pondría su maestro.

—Sí —contestó sin ganas.

—Bien. —Lundahinda recobró su habitual aire de misterio—. Entonces retomaré mi lección anterior.

El compositor se disponía a exponer sus conocimientos sobre la paciencia en la lucha, cuando un ruido cercano los obligó a mirar al sur, a la costa donde la jungla perdía su dominio en beneficio del océano. Era como un zumbido sordo, la liberación de una energía encarcelada, seguida de un temblor de ramas. Nadie en todo Ergondale se atrevería a quebrar un solo tallo de los árboles sagrados, pero aquel ruido entre las hojas parecía un ataque directo a la selva, una profanación en toda regla. La lección tendría que esperar. Lai apretó los puños, sujetando su vara con dedos de madera y rabia contenida. Nuilari reaccionó igual. Ni siquiera el Zorro Mudo conseguiría que la soltara.

—¿Qué ha sido eso?

—Viene del mar —dijo Lundahinda preocupado—. Entonaré la canción de alarma. La Selva debe saber...

Pero la inmediata carrera de Nuilari lo interrumpió. Si Lai lo adelantaba en todo, al menos no sería el primero en averiguar qué amenazaba la isla. Pese a su edad, el viejo compositor se apresuró a seguirlo, esquivando raíces sobresalientes y ramas bajas.

—¡No, Nuilari. Espera!

Alguna fuerza extraña venía de otra isla. Su instinto le decía que cantara la alarma, pero dejar solo ante el peligro a un alumno era imperdonable para alguien de su condición. Hizo sonar su hocico con notas agudas mientras corría, con la esperanza de que su canto llegara a alguien o que algún tótem cercano endureciera su coraza codificada. Las Líneas de Neiya ergondalinas se potenciaban al escuchar el sonido del miedo entre sus protegidos.

Detrás de él corría Lai, callado por la sorpresa. Nuilari iba delante. Saltaba entre las ramas y las piedras con la mirada encendida y su vara abriéndole paso. Si algo recordaba de lecciones anteriores era que la anticipación valía por tres golpes en una pelea de iguales. Sentía el aliento del Zorro Mudo cada vez más cerca, pero no dejaría que lo encontrara desprevenido. Tenía suficiente pericia en la lucha y lecciones aprendidas para temer que su mayor debilidad, la mayor debilidad de todos, pudiera vencerlo.

—Poderes extranjeros —susurró—. Habéis cruzado las Líneas de Lantra, pero ni siquiera llegaréis al primer tótem mientras mi vara se interponga.

Llegó a la última trinchera de árboles que privaban al suelo de Talanzas de luz lunar. Los confines de una playa de arena fina se perdían en la oscuridad nocturna, custodiados por extrañas palmeras que se doblaban hacia el agua.

En la orilla, a expensas de las olas, había un objeto que brillaba con una luz blanca, la marca indiscutible del Tárbota. Tenía forma de pelota, de unos dos palmos de diámetro, surcada por estrías curvas que ahondaban en su lisa textura y runas bajorrelieve que sobresalían sin ningún orden aparente. Nuilari se acercó y guardó la vara en la funda de su espalda, dibujó unas líneas circulares en el aire, delante de los ojos, y pronunció una palabra que lo protegía de cualquier magia no nacida en la Selva.

—Sistaramunie.

La bola no se movió, pero su brillo empezó a menguar. Llegó una ola. Al retroceder, el mar volvió a recuperarla. La siguiente hizo girar la pelota hasta los pies de Nuilari, donde el agua la abandonó para no volver a reclamarla.

—Sistaramunie. —Se apresuró en protegerse, poniendo la palma de la mano izquierda como escudo mientras con la derecha volvía a dibujar aquellos símbolos en el aire, con mayor rapidez—. Sistaramunie.

Luego se acercó lentamente, obligándose a cambiar su miedo por valor. Cuando por fin se atrevió a rozar la bola fosforescente, un chispazo le recorrió el cuerpo. La luz se apagó de golpe y notó un escozor penetrante en el pecho, como si alguien hubiera frotado una ortiga venenosa en su pectoral izquierdo. Casi cayó de espaldas, pero aguantó de pie, con la mano extendida. Había perdido cierta confianza en las invocaciones protectoras.

—El Zorro Mudo nunca se detiene a observar. —La voz de Lundahinda sonó triste desde la vegetación ribereña. Pese a la carrera, tampoco se mostraba extenuado. El cansancio no existía en una gente por cuyas venas no corría sangre caliente.

Lai se encontraba detrás. Nunca había llegado tan lejos. Ningún elceta solía acercarse tanto al océano; ni siquiera soportaban durante mucho tiempo el olor de la sal.

—Si te huele mientras estás sumido en tus propias reflexiones, te encontrará desprevenido. —Lundahinda volvió a repetir aquella frase, la segunda vez en un día y a la misma persona. No parecía el mismo compositor que unos instantes atrás. La voz lo era todo en ellos. No era extraño que si uno cambiaba de tono, aparentara ser otro. Aquel aforismo había servido de segunda lección. Ahora serviría como la penúltima de ellas. Por primera vez en su vida, Lundahinda era consciente de que no acabaría la noche con una séptima.

—No lo entiendo. —El aprendiz humano se volvió, sin dejar de mirar con ojos sorprendidos aquel objeto redondo—. Mi corazón me pedía que me enfrentara a mis miedos, a mi debilidad, al Zorro Mudo si aparecía, pero se equivocó. Escuché una música errónea.

—Ninguna música es errónea, Nuilari. Tu problema es la ignorancia, como el de tantos otros. Creías que tu Zorro Mudo aparecería levantando tierra con sus cuatro pezuñas, con la saliva goteándole entre los dientes y ladrando silencios que serían como un insulto para la música.

—¿No será así?

—No ha sido así. Tu destino te reclama con una voz que no suena con notas ni melodías. La bola proviene del Tárbota, la isla Cumbre. Sus códigos superan a los de cualquier otra tierra.

—¿Esa bola es su Zorro Mudo? —preguntó Lai mientras se acercaba a ella con miedo y admiración.

—No. El Zorro aún lo persigue, recortando distancias, pero desde el momento en que Nuilari echó a correr hacia esta orilla, el azar los adelantó a los dos. Y el azar decide por sí mismo… Recuerda. No hay que correr cuando se debe nadar.

Nuilari se sintió como el pajarillo de las anécdotas, escapando del ruido de una hoja seca para caer en las garras de una rapaz.

Tras apagarse el último destello blanco, la bola empezó a deshacerse con el contacto de la arena húmeda. Parecía derretirse como la cera, pero sus restos se esparcían como si fueran ceniza. Terminó desapareciendo cuando una ola peinó la zona.

Las palmeras permanecían quietas bajo un cielo de carbón. Solo la espuma sobre el mar brillaba a intervalos por los reflejos de la luna, y la única música escuchada en ese momento fue la de la marea peleándose con la playa.

—Pero los tres oímos temblar las ramas —balbuceó Nuilari—. ¿Qué fue?

—No lo sé —dijo Lundahinda—. Quizá la bola llegara con un espíritu errante, un alma abandonada o la voluntad de un arcángel del Tárbota hecha cuerpo. En cuanto una jaula toca tierra, y ya no dudo que la bola fuera una, liberan parte de su energía. La descarga puede levantar ondas en el aire o en el agua, pero no sacan todo lo que ocultan dentro hasta que no las toca una mano mortal. No es la primera vez que veo una. Tengo que regresar a La Copa Más Alta. La Selva debe saber.

Lai miró de reojo a su alrededor. La idea de que un espíritu de la isla prohibida merodeara cerca lo estremecía.

—Te acompañaré —dijo Nuilari.

—No durante mucho tiempo —respondió Lundahinda con tono melancólico—. Sé lo que pasa cuando alguien toca una jaula. Te diré cuanto me sea posible sobre ese tema, pero luego deberás averiguar por ti mismo por qué los dioses te eligieron para su juego.

—Yo no quiero entrar en el juego de los dioses.

—Es tu destino, lo único que mantendrá al margen al Zorro Mudo, aunque te acerque a él.

Nuilari ya empezaba a sentirse solo antes incluso de que su compositor diera el primer paso hacia La Copa Más Alta, más concretamente a la rama donde se asentaba la sala del consejo. Allí los alumnos tenían prohibida la entrada.

—¿Cómo estás tan seguro de todo? —preguntó, dejándose llevar por los impulsos del pánico—. ¿Por qué sabes que los dioses quieren algo de mí?

—Porque hace mucho, cuando tenía la edad de Lai, yo también compartí clases con un niño de tu especie. Cometió los mismos errores que tú, y ahora debe demostrar al mundo que el destino no se equivocó al señalarlo. Él también huye de sus perseguidores y persigue a quien huye de él. No imaginas cuántos Zorros Mudos ha tenido que derrotar mientras espera al último de ellos. Se llamaba Lándar.

Aunque ahora Lundahinda no tenía intención de calibrar el silencio, nadie habló durante unos instantes.

—¿Ese tal Lándar encontró otra jaula de la Cumbre? —preguntó Lai al fin.

—Y no muy lejos de aquí. Continuó recibiendo lecciones de nuestro compositor, hasta que consiguió su sombrero y una daekiria. Quizá, el Tárbota haya mandado esta nueva señal para que Ergondale siga teniendo a alguien como él, ya que no hace mucho que partió por última vez de la isla.

—No se puede salir de la isla —recordó Nuilari—. Si alguien lo intentara, las Líneas de Lantra consumirían toda su energía vital.

Lundahinda suspiró. Nunca creyó que se vería obligado a dar explicaciones sobre cosas que no entendía del todo.

—Creo que tendré que volver a esa lección que tanto te animaba, pequeño —dijo—. Es hora de hablar sobre Diundas, Espirias y Sakatnas.

La Sakatna era el concepto más difícil de definir. Mientras las demás almas arraigadas a un cuerpo se integraban en una relación recíproca, ella era totalmente independiente. Incluso había gente que la tenía y moría sin saberlo, si era incapaz de despertarla o el estigma en la piel era muy pequeño. Era una especie de doble oscuro que dormía en lo más profundo del ser, un ente —benigno o maligno según la naturaleza del estigma— que luchaba por eclipsar la conciencia nativa. Si no se la mantenía a raya, podía apoderarse por completo de la mente. La llamaban el alma parásita.

Sin embargo, muchos magos poderosos presumieron de tenerla a lo largo de la historia y no se restringieron a la hora de exponer sus virtudes. La Sakatna era, ante todo, una fuerza protectora que podía nacer tanto en humanos como en híbridos, y algunas se asomaban tanto a la superficie que daban a su portador la apariencia de un loco con doble personalidad.

Nuilari abrió los ojos todo lo que pudo. Sus ansias por conocer los secretos del Libro de las Siete Almas seguían activas, pero no consiguió que aquel giro en las enseñanzas de su maestro mermara la tristeza que acababa de embaucarlo.

El pecho le escocía a la altura del corazón.

—Tu mayor debilidad se mostrará en un momento de fuerza y rabia —repitió otra vez Lundahinda, haciéndole recordar—. Cuanta más voluntad malgastes para esquivar una suerte, menos voluntad te quedará para sortearla.

Esa fue su primera lección. Ahora también era la última. Y por fin, Nuilari pudo entenderla.