lunes, 25 de octubre de 2010

miércoles, 2 de junio de 2010

Nómadas de Urión I. La Médula

Ahí va el comienzo de la nueva novela que tengo entre manos. Su hermana mayor ya está en camino de ser publicada. A ver si con esta tengo la misma suerte.

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El cielo nunca es amable con los nuestros. A menudo escupe vientos que nos arrancan los pies del suelo, o arroja puños de granizo cuando es agua lo que le pedimos. Sin embargo, aquí, al oeste del Aro, aún debemos agradecer su compasión. Porque quizás la lluvia sea el mejor de sus regalos, pero te aseguro que el viento no es el peor de sus castigos. Hablo por experiencia. He conocido todas las caras del cielo. Más al sur, en los confines de Nargos, cada verano cuece las plantas y hace que el agua hierva sobre el suelo. Al norte, en el Gáutaro, los inviernos congelan la sangre en las venas y retan con su aliento helado al mismísimo Dios Sol.

No me extraña que la tierra se haya cansado de tanto maltrato. Ahora nuestro mundo es árido y hostil, una celda para fuertes y una tumba para débiles. Los antiguos lo llamaron «El Aro» por razones obvias. Todo lo que conocemos de él es una red de islas unidas por inmensas extensiones de barro salobre, denominadas Lenguas. Los sabios dicen que una gigantesca roca cayó del cielo para levantarlas del fondo marino, millones de años atrás, antes de que el primer hombre pisara este suelo. Eso explicaría su forma circular. El impacto dejó tres archipiélagos cosidos, obligando a los futuros pueblos a nacer ya unidos y enfrentados. Islas y Lenguas comparten ahora la misma condena. Apenas tienen parajes dignos de ver, y aunque los tuvieran, casi nadie se alejaría del camino para contemplarlos. Sí, nuestro mundo es una celda surcada por un único camino, que empieza en el mismo lugar donde acaba.

Hay momentos en los que la mismísima muerte se abre paso a través de él, y a cada tramo le llega el suyo con precisión anual. El Aro es como un inmenso reloj solar. El clima se limita a clavar una aguja en el centro, para que el sol la mire desde todos sus lados y extienda una delgada sombra hacia un punto u otro, haciéndola girar eternamente. Nosotros, los hombres, somos como motas de luz que se apagan bajo esa sombra. Si no nos movemos a su ritmo, apartándonos de su avance, la muerte nos alcanza.

Tarde o temprano, todos los desafíavientos sufrimos esa suerte. Imagino que no será muy diferente para la mayoría de hombres y mujeres que forman las otras cinco tribus. Los desafíavientos no tenemos dominios, ni en tierra firme ni en cualquiera de las tres Lenguas que nos sirven de puentes. Tampoco gobernamos en ninguna de las diez Ciudades Oasis. Tal vez por eso nos sentimos menos libres, pero por esa misma razón damos más valor a la libertad.

Mi nombre de nacimiento es Dágor de Sárzak, al que he renunciado para no mancillar el honor de mi familia. Mis amigos me llaman Humo Rojo. Mis enemigos también, pero ellos nunca me pronuncian en voz alta. No tengo una sola cabeza de ganado, ni pretensión de tenerla. Tampoco me preocupa. Nadie entre los míos se dedicó nunca al pastoreo.

Ahora camino lejos de mi gente, de todo lo que representan. Llevo semanas viajando con los domametales. Para ser más concreto, arrastro mis pies junto a trescientos mil nómadas de la Marca del Hierro. Al contrario que las demás tribus, inclinadas a la unión para afrontar su inferioridad frente a los domametales, éstos se enorgullecen de seguir divididos en tres fracciones. Las Marcas del Bronce y del Cobre son las otras dos. Comparten el sur y el oeste del Aro con la Marca del Hierro, y seguirán compartiéndolos mientras acepten su hegemonía.

A mi lado, los domametales me miran, pero no me ven. O me ven como a uno más. Los que se dignan a observarme con más atención adivinan enseguida mi origen desafíavientos. Sus reacciones suelen ser un simple parpadeo, una mueca de desaprobación o un gesto indiferente. Todos callan por prudencia. Unos pocos se apartan y murmuran a mis espaldas. Otros les escuchan sin demasiado interés. Nadie suele entorpecer sin motivo el tránsito de un hombre libre. Los rapados dicen que no es del agrado de los dioses, y en cualquiera de las seis hordas nómadas que recorren el Aro es común ver a gente exiliada de otras. También es un dicho de los rapados que el camino no es de nadie y es de todos.

No obstante, los más sabios creen leer el peligro en los ojos de los extraños. Aciertan al pensar así. Acertarían si pensaran así de mí.

Ninguno de ellos conoce mi secreto, ni podría asegurar en qué momento me uní a ellos. Tampoco se darán cuenta cuando desaparezca. No saben quién soy, qué busco o de qué modo les afecta mi presencia entre ellos. El reto de todo mercenario consiste en pasar desapercibido, aparecer en la noche con una hoja afilada y desaparecer cuando se ha rebanado el cuello que alguien te ha dicho que rebanes.

Como digo, la muerte es algo cotidiano para los desafíavientos, algo más que cotidiano. Es nuestra hermana.

Durante el tiempo que llevo con los domametales estoy aprendiendo algunos de sus valores. Sus jueces, por ejemplo, dicen que existen varios tipos de muerte. Suelen imponer distintas sentencias a ladrones, violadores o asesinos. A unos los mutilan para que su paso sea más lento que el de la horda, a otros los ciegan para que su rumbo se aleje del nuestro, y los más afortunados son atados a un poste en el camino para que simplemente vean a la horda marchar sin ellos.

En el reloj solar que es el Aro, da igual correr tras la sombra de la aguja o hacerlo delante de ella. Lo importante es que no te roce, no detenerse, porque ella no lo hace.

Pero los jueces se equivocan. No hay varios tipos de muerte. El destino de cualquier condenado abandonado en mitad del camino es el mismo cuando llegan los nabuqs.

Los nabuqs no huyen de la sombra de la aguja. Ellos son la sombra.

jueves, 25 de febrero de 2010

Involución

Hubo un tiempo en que el mundo tenía un sol. La gente corría sin descanso, avivando su propia ansiedad mientras buscaba la felicidad. Jesús envidiaba y odiaba a esos hombres del pasado, que evolucionaron hasta alcanzar la culminación de su especie para caer después en picado. No sabía si habían destruido el sol, pero estaba seguro de que acabaron con todo cuanto tuviera valor.

Mientras su conciencia luchaba por olvidarlos, su hermana pequeña ni siquiera guardaba un recuerdo de ellos. Mamá les dijo que el planeta en que ella nació ya no existía. Una telaraña de cables eléctricos se extendió donde antes hubo árboles, para ayudar a sus amos a conseguir sus metas, sus vicios, robarles el sueño y volverlos locos poco a poco. Dios reprochó de sus hijos y los castigó. Tras el Apocalipsis del que hablaba Mamá, el mundo se redujo a una burbuja oscura y el resto del cosmos fue invadido por los demonios.

—Se acercan —susurró María a su hermano.

Temblaba de miedo. Jamás había sentido tanto.

—Calla —respondió Jesús, casi sin voz—. No pueden vernos.

Aunque la ocultara bajo su cuerpo, acurrucados entre unos fardos de cartón, la pequeña sentía cada vez más cerca la presencia de los demonios del exterior. Siempre se habían escondido con éxito de ellos, pero era la primera vez que uno se adentraba tanto en su zona. Normalmente se conformaban con chillar desde el otro lado de los confines del mundo.

Mamá les habló poco de ellos; siempre lloraba cuando los nombraba. Decía que violaban a las mujeres y golpeaban a los hombres, hasta que ambos sangraban igualmente. Contestaba así a las preguntas de una hija de tres años que nunca llegó a comprender las respuestas. Las lágrimas eran contagiosas, y María dejó de preguntar sólo por ahorrar dolor a su madre y a sí misma. Ahora el mundo era demasiado pequeño para que lograra imaginarlo de otra forma, con explicaciones o sin ellas.

Aún así se aferraba a lo poco que recordaba de Mamá y sus apocalípticas lecciones. Esconderse de los demonios violadores era una de ellas.

El ruido de una lata rebotando les aceleró el corazón; nada solía romper el perpetuo silencio. Los hermanos se agazaparon aún más.

—¿Por qué no se va? ¿Por qué no se va? —María quería contener el llanto para no delatar su escondite, pero el terror reclamaba cada partícula de su cuerpo y las lágrimas no cabían en él—. No... no quiero que me violen.

Jesús recordaba haberla visto soplar un par de velas en la última tarta que alguien se dignó a prepararle. Ahora debía de tener ya unos cuatro años, la mitad que él.
No tenían forma de contar el tiempo, pero María sabía que había pasado un año desde que Mamá murió. Tras dos temporadas templadas y una calurosa en medio, volvía a hacer tanto frío como aquel día, cuando respondió a su última pregunta y dejó de respirar.

—Por favor, Dios —rezó Jesús, moviendo apenas los labios—. Llévatelos. Nosotros no somos como los otros.

Utilizando todo su valor, se atrevió a levantar la cabeza hacia la oscuridad. Todo estaba negro, y el demonio era una sombra entre más sombras. Todavía estaba lejos, seguramente rastreándolos.

Durante el día no brillaba luz alguna. Era por la noche cuando el cielo se llenaba de extrañas estrellas. Unas eran más grandes que otras, redondas o alargadas según el acontecimiento natural que las creara. Como única fuente de luz en aquel mundo sin sol, se amontonaban en las partes más débiles del cielo —a unos seis metros de altura según los cálculos de Jesús—, donde Dios lo hirió con sus uñas para que no reinara una negrura tan absoluta. Incluso con ellas, el firmamento jamás cambiaba de color.

A veces llovía. Dios golpeaba el cielo con sus nudillos, haciéndolo temblar con un sonido metálico que siempre asustaba a María. Los agujeros que hacían de estrellas, con luz o sin ella, sudaban un agua sucia que los hermanos recogían en bidones oxidados.

Otro ruido los alertó. Alguien abrió un umbral entre el pequeño mundo y el universo, y su luz eclipsó las estrellas. Nuevos demonios entraron, haciendo huir a los roedores que Jesús y María capturaban de vez en cuando para frenar el hambre. Aunque preferían el sabor de unos carrizos que crecían en la zona más iluminada, esperaban seguir comiendo algo de carne cuando el invasor se marchara, si es que lo hacía.

Los demonios eligieron asaltarlos de noche porque las estrellas traicionaban a los que se escondían. También el umbral abierto por ellos brillaba con fuerza, pero no se conformaban con eso. Llevaban espadas de luz cuyos filos subían hasta el cielo. Casi siempre apuntaban con ellas al frente para que aquellos rayos de fuego blanco atravesaran el mundo, deteniéndose en los lugares donde apoyaban sus puntas como si fueran capaces de olfatearlo todo.

—No hay nadie en quinientos metros a la redonda —dijo uno de los demonios a otro, con una clara voz humana—. ¿Seguro que ese cabrón se refería a este sitio?

—¿Qué mejor lugar para esconderlo? Nos costó hacerlo confesar.

Aquellos seres que esgrimían varas de luz se acercaron tanto que María no pudo contener el pánico. Se escabulló entre los brazos de su hermano y saltó de su escondrijo. Un puñado de papeles y trozos de cartón voló por los aires.

—¡Fuera! ¡Marchaos! —gritó moviendo los brazos, como si huyera de un enjambre de avispas. Las espadas hirieron sus ojos— ¡No quiero que me violéis como a Mamá!

Jesús no la siguió. Su cuerpo y su mente se habían paralizado, quedando inmóviles. El corazón y los pulmones le funcionaban, pero su cerebro había escapado de allí corriendo. El miedo hizo que reaparecieran los síntomas de su enfermedad mental, aquella que Mamá pareció arrancarle y llevarse consigo a la tumba cuando le recordó su responsabilidad. El compromiso con María actuaba de cura temporal.

—¡Coño! —se sorprendió uno de los demonios, vestido de azul y con gorra. Arrojó su espada luminosa y sacó del cinturón un arma desconocida.

—¡Quieto, Luís! —se le echó encima su compañero, sin soltar la linterna— ¡Es una niña, joder! ¡Casi disparas a una cría!

—¿Qué pasa ahí dentro? —dijo otro de los extraños, desde aquel agujero cuadrado que eclipsaba las estrellas. Al rato muchos más parecían brotar de él como hormigas.

Pasaron unos minutos para que los policías consiguieran calmar a María. Con Jesús no hizo falta. Ni siquiera lograron que enfocara la mirada.

—¿Dónde está vuestra madre? —comenzó alguien la lluvia de preguntas que seguiría—. ¿Cuánto tiempo lleváis aquí?

Si esperaban encontrar un alijo de droga escondido en aquella nave abandonada, su decepción se vería recompensada por un sinfín de sorpresas.

—Creo que esto responde a tu primera pregunta —respondió otro, señalando una calavera medio enterrada en escombros y restos humanos, en una esquina del almacén.

Si Jesús hubiera estado en condiciones, les habría explicado por qué no dejó a Mamá en la zona donde defecaban, sepultándola mejor allí, aunque no hubiera con qué tapar su cuerpo. Si soportaron el olor a putrefacción, era porque el mundo era demasiado estrecho como para esperar otra cosa. Y nadie les aseguraba que el universo exterior oliera mejor.

Una hora después, María abandonó esa burbuja cuadrada cuyos confines eran paredes de chapa corroída, las estrellas eran agujeros en las lamas del techo y el día parecía noche.

Las sirenas la ensordecieron. Aunque los hombres que ya no eran demonios habían apretado fuerte las vendas, sus ojos se quejaron por el azote de aquel sol que no recordaba haber visto nunca. Todavía no había entrado en aquel cajón con ruedas que escupía luces y ruidos cuando ya notó que la alejaban de su hermano. No quería separarse de él, pero la civilización avanzada que creían destruida se daba demasiada prisa en rescatarlos.

—Tranquila, no te asustes —dijo una voz femenina en el interior de la ambulancia—. No vamos a hacerte daño.

María quería arrancarse las vendas de los ojos para buscar a Jesús, al que no oía, y ver todo lo que no pudo en cuatro años de triste existencia. Pero apenas tenía valor para apartar las manos de la cara y dejar que el sol la embistiera como un ariete de luz y dolor.

Abandonaba un mundo gris, reinado por el miedo, la oscuridad y el silencio, para explorar otro de colores y sonido. Pero la esperanza era un cuchillo de doble filo. En aquel recinto que ella conocía como su único hogar, dos niños sobrevivían apoyándose uno en otro. Fuera, existía otro mundo evolucionado, de gente que le gustaba regodearse en las noticias más grotescas y obscenas. Ahora recibía con los brazos abiertos a una niña que comía ratas crudas y a un joven autista incapaz de enterrar a su madre loca, de esos que tanto gustaban a los psiquiatras para experimentar sus métodos.

Tenían toda una vida por delante para averiguar cuál de los dos era peor.

viernes, 8 de enero de 2010

Ascenso a la Nada

Era una escalera inútil. Comenzaba en un terreno desigual y terminaba en una puerta sellada, sin paredes alrededor que la protegieran del sol o la lluvia.
De su padre el castillo apenas quedaba ya un montón de ruinas, pero la escalera sobrevivió al holocausto de las piedras.
Esculpida de una sola pieza en la roca, ha estado ahí durante siglos, dejándose pulir por el viento que la sigue borrando miligramo a miligramo.
Ningún pie la utiliza ya. Va sumiéndose lentamente en la sombra de la sombra del recuerdo. Porque las rocas recuerdan. Memoria caliza.
¿También sueñan?... Sin duda.

Una Alhaja de Dragones

Este relato también es antiguo, de lo primero que escribía cuando me dio por teclear. Seguiré buscando fósiles en mi disco duro, a menos que alguien me suplique que deje de hacerlo.

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No era la primera vez que malgastaba su tiempo en actividades como aquélla, ni la primera que acababa maldiciéndose a sí mismo por ello. Garnauka era un mago notable en la aldea, pero no lo suficiente para que su ego se viera satisfecho. Siempre supo que sus poderes no podían compararse a los de aquellos quince o veinte compañeros suyos que acabaron antes y con mejores resultados sus estudios arcanos. Ahora, por buscar más gloria y reconocimiento de los que en verdad merecía, se encontraba en manos de un shibra con intenciones más que cuestionables.

«¿Cómo he terminado aquí? —se dijo—. Los campesinos ya me admiraban por saber ahuyentar a las ratas de los graneros o encender fuego bajo la lluvia. ¿Por qué busqué más?»

Pero Garnauka, no mucho más viejo que cuando ingresó en la academia de magia, no podía olvidar aquellas risas que sus conjuros despertaban en otros alumnos más aventajados, y por menos de eso se habría encaminado igualmente en busca del shibra.

Los de su especie eran considerados dragones de baja estirpe. A pesar de que sus parientes mayores los veían como simples lagartijas, cualquier dragón, de la raza que fuera, causaba grandes estragos entre los hombres. Hacía muy poco que este último fue visto en las cercanías de Firalgot, el poblado donde Garnauka ejercía de maestro y doctor. Los rumores de un posible ataque por parte del animal corrían de boca en boca, acompañados por todo un surtido de gestos que pretendían alejar los malos augurios. Su mago, armado de valor y orgullo, prefirió acudir a su misma guarida en lugar de pedir ayuda a esos engreídos que siempre se reían de sus escasas habilidades —apenas lograba resultados dignos en alquimia o en maleabilidad de minerales—. Dos leñadores y un barbudo herrero lo acompañaran. Por esta vez, harían de cazadores.

Una vez dentro de la caverna del shibra, Garnauka se parecía mucho a cualquier otro aventurero ciego en sus actos, de esos que siempre morían tarde o temprano. El dragón, de resbaladizas escamas verdes y larga cola, no era ni mucho menos una mole de músculos y dientes como aquellos otros que pudo estudiar mil veces en sus libros de ciencias, pero también era cierto que el apodo de lagartija se quedaba corto. Aunque no tenía muy marcadas la crin y la papada, las púas de su espinazo daban a entender que no era tan joven como esperaba Garnauka. La piel del shibra era más resistente de lo que imaginó. Sus pensamientos se vieron interrumpidos de nuevo cuando el dragón volvió a atacar. Garnauka apenas luchaba para defenderse. Sus rayos, conjuros y el desesperado arrojamiento de piedras como última opción sólo sirvieron para que el dragón mostrara más curiosidad por los extraños visitantes. No eran como los demás guerreros acorazados con armaduras que pudo saborear hasta entonces. Parecía divertirse con sus constantes e inútiles ataques, hasta que se hartó de todo. La bestia se adelantó dispuesta a dar fin a aquel ridículo asalto, mediante simples y certeros zarpazos.

—¡Cuidado! —intentó alertar Garnauka al herrero, poco después de que un leñador se convirtiera en carne triturada bajo la garra del shibra. Su advertencia fue en vano. La bestia agarró por los pies al desdichado y lo golpeó varias veces contra la roca, con tal fuerza que la mitad de su cuerpo empezó a moverse como un saco lleno de pulpa. Parecía no tener ya huesos dentro. El reptil utilizó aquella masa de músculos y piel como garrote, y el tercer humano apenas pudo poner su guadaña delante antes de que los restos de su compañero lo estamparan contra la pared. La sangre lo rociaba todo. El mago intentó limpiarse la cara de salpicaduras rojas.

—¡Esperad! —Levantó una mano, cuando vio que el dragón ya se cansaba de esquivar sus sortilegios y guijarros—. No me matéis. Tengo otros poderes...

Garnauka miró de reojo el pequeño tesoro que la criatura había logrado reunir tras varias batidas y hurtos. En una esquina de la cueva había varios cofres desperdigados y ánforas con monedas, colgantes de perlas y diademas de plata. Un par de corazas y yelmos oxidados demostraban, junto a un sinfín de huesos, que aquellos cuatro valientes no eran los primeros en acercarse al montón de riquezas.

—¿Poder? —se mofó el dragón. Su voz era una mezcla de rugido de león y vanidad humana—. ¿Tú? No pretenderás decirme que si te parto en dos caerá sobre mí una maldición o algo así. Ya han usado ese truco otros... y los devoré igual.

—No, no. Nada de maldiciones. Sin duda has estado guardando ese tesoro con recelo. Puedo multiplicarlo.

Hablando, el mago parecía un comediante, aparentemente tranquilo a pesar de oler la muerte tan cerca. Por una vez, podrían servirle sus conocimientos de alquimia.

—¿Mis joyas? —El shibra enarcó una ceja escamada, mirando de soslayo su pila de objetos brillantes—. ¿Cómo? Si es un truco para escapar te arrancaré la piel antes de roer tus costillas una a una, hombrecillo.

—En absoluto. —Garnauka se acercó al tesoro, con pasos lentos pero decididos—. ¿Veis ese anillo de ahí? ¿Para qué quiere un dragón una pieza que no cabe en su dedo?

Dicho esto, el hombre se concentró en el anillo de oro, cerró el puño con fuerza y las venas de la mano se le tensaron. Conforme separaba los dedos, lentamente y con gran esfuerzo, el anillo fue ensanchándose hasta caber en el dedo del reptil. Ya con la palma abierta logró su máxima amplitud.

El shibra dejó a un lado sus recelos. Comprobó que la joya era de su medida, aunque pesaba muy poco. ¿Acaso ese chamán podía mezclar un metal noble con aire o algo parecido? Sin confiar demasiado en él, se quitó el objeto y lo arrojó a los pies del humano.

—¿Qué más sabes hacer? Los dragones no nos ponemos anillos aunque nos quepan. Muéstrame algo que me convenza o lo próximo que tendré en mi uña será tu cabeza clavada.

Garnauka seguía con los dedos estirados y en tensión. Cuando volvió a cerrar el puño, el anillo volvió a su estado original.

—También sé devolver su forma a los objetos.

—¿Devolver su forma? ¡Por quién me has tomado!

—Paciencia, dragón. Paciencia. ¿Veis esa cadena de ahí? Es un collar. Debió de pertenecer al mastín de un rey. Es gruesa y dorada como sólo la mascota de un monarca merece, pero tampoco os sirve de nada. Mirad...

Garnauka volvió a cerrar el puño y concentró sus energías en el objeto. Separaba los dedos con lentitud, temblándole el brazo por el esfuerzo. Una gota de sudor recorrió su frente. La cadena empezó a dilatarse hasta convertirse en un majestuoso collar de dragones.

—Probad su peso —dijo el mago—. Aunque no salgáis a pasear vestido de oro y plata, puedo hacer una verdadera armadura para vos, pieza por pieza, solamente con lo que tenéis aquí.

El shibra no dejaba de mirar al mago, atento por si hacía un movimiento en falso y tenía que levantar otra vez sus garras para defenderse de un nuevo rayo. Las luces del humano no conseguían hacerle quemaduras importantes, pero eran muy molestas. Se puso el collar y sus facciones se suavizaron. Era cierto que no le quedaba tan mal. ¿Podría ese hombre confeccionarle también una corona desde un simple cáliz?

—Más —ordenó con voz ronca—. ¿Qué más sabes hacer?

Garnauka torció su sonrisa, como una cuerda tensándose en un arco. Su mirada se hizo más aguda.

Un extraño presentimiento azotó al dragón. Primero llegó la sospecha, como si corriera más rápido que sus razones, y sólo un segundo después lo asaltó el miedo. Le vino la imagen de lo que pasaría si aquella cadena, que aún tenía puesta alrededor de su cuello, se contrajera hasta tomar la medida del de un mastín.

—Ya os he dicho —cerró Garnauka el puño— que sé devolver su forma a las cosas.