viernes, 8 de enero de 2010

Ascenso a la Nada

Era una escalera inútil. Comenzaba en un terreno desigual y terminaba en una puerta sellada, sin paredes alrededor que la protegieran del sol o la lluvia.
De su padre el castillo apenas quedaba ya un montón de ruinas, pero la escalera sobrevivió al holocausto de las piedras.
Esculpida de una sola pieza en la roca, ha estado ahí durante siglos, dejándose pulir por el viento que la sigue borrando miligramo a miligramo.
Ningún pie la utiliza ya. Va sumiéndose lentamente en la sombra de la sombra del recuerdo. Porque las rocas recuerdan. Memoria caliza.
¿También sueñan?... Sin duda.

Una Alhaja de Dragones

Este relato también es antiguo, de lo primero que escribía cuando me dio por teclear. Seguiré buscando fósiles en mi disco duro, a menos que alguien me suplique que deje de hacerlo.

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No era la primera vez que malgastaba su tiempo en actividades como aquélla, ni la primera que acababa maldiciéndose a sí mismo por ello. Garnauka era un mago notable en la aldea, pero no lo suficiente para que su ego se viera satisfecho. Siempre supo que sus poderes no podían compararse a los de aquellos quince o veinte compañeros suyos que acabaron antes y con mejores resultados sus estudios arcanos. Ahora, por buscar más gloria y reconocimiento de los que en verdad merecía, se encontraba en manos de un shibra con intenciones más que cuestionables.

«¿Cómo he terminado aquí? —se dijo—. Los campesinos ya me admiraban por saber ahuyentar a las ratas de los graneros o encender fuego bajo la lluvia. ¿Por qué busqué más?»

Pero Garnauka, no mucho más viejo que cuando ingresó en la academia de magia, no podía olvidar aquellas risas que sus conjuros despertaban en otros alumnos más aventajados, y por menos de eso se habría encaminado igualmente en busca del shibra.

Los de su especie eran considerados dragones de baja estirpe. A pesar de que sus parientes mayores los veían como simples lagartijas, cualquier dragón, de la raza que fuera, causaba grandes estragos entre los hombres. Hacía muy poco que este último fue visto en las cercanías de Firalgot, el poblado donde Garnauka ejercía de maestro y doctor. Los rumores de un posible ataque por parte del animal corrían de boca en boca, acompañados por todo un surtido de gestos que pretendían alejar los malos augurios. Su mago, armado de valor y orgullo, prefirió acudir a su misma guarida en lugar de pedir ayuda a esos engreídos que siempre se reían de sus escasas habilidades —apenas lograba resultados dignos en alquimia o en maleabilidad de minerales—. Dos leñadores y un barbudo herrero lo acompañaran. Por esta vez, harían de cazadores.

Una vez dentro de la caverna del shibra, Garnauka se parecía mucho a cualquier otro aventurero ciego en sus actos, de esos que siempre morían tarde o temprano. El dragón, de resbaladizas escamas verdes y larga cola, no era ni mucho menos una mole de músculos y dientes como aquellos otros que pudo estudiar mil veces en sus libros de ciencias, pero también era cierto que el apodo de lagartija se quedaba corto. Aunque no tenía muy marcadas la crin y la papada, las púas de su espinazo daban a entender que no era tan joven como esperaba Garnauka. La piel del shibra era más resistente de lo que imaginó. Sus pensamientos se vieron interrumpidos de nuevo cuando el dragón volvió a atacar. Garnauka apenas luchaba para defenderse. Sus rayos, conjuros y el desesperado arrojamiento de piedras como última opción sólo sirvieron para que el dragón mostrara más curiosidad por los extraños visitantes. No eran como los demás guerreros acorazados con armaduras que pudo saborear hasta entonces. Parecía divertirse con sus constantes e inútiles ataques, hasta que se hartó de todo. La bestia se adelantó dispuesta a dar fin a aquel ridículo asalto, mediante simples y certeros zarpazos.

—¡Cuidado! —intentó alertar Garnauka al herrero, poco después de que un leñador se convirtiera en carne triturada bajo la garra del shibra. Su advertencia fue en vano. La bestia agarró por los pies al desdichado y lo golpeó varias veces contra la roca, con tal fuerza que la mitad de su cuerpo empezó a moverse como un saco lleno de pulpa. Parecía no tener ya huesos dentro. El reptil utilizó aquella masa de músculos y piel como garrote, y el tercer humano apenas pudo poner su guadaña delante antes de que los restos de su compañero lo estamparan contra la pared. La sangre lo rociaba todo. El mago intentó limpiarse la cara de salpicaduras rojas.

—¡Esperad! —Levantó una mano, cuando vio que el dragón ya se cansaba de esquivar sus sortilegios y guijarros—. No me matéis. Tengo otros poderes...

Garnauka miró de reojo el pequeño tesoro que la criatura había logrado reunir tras varias batidas y hurtos. En una esquina de la cueva había varios cofres desperdigados y ánforas con monedas, colgantes de perlas y diademas de plata. Un par de corazas y yelmos oxidados demostraban, junto a un sinfín de huesos, que aquellos cuatro valientes no eran los primeros en acercarse al montón de riquezas.

—¿Poder? —se mofó el dragón. Su voz era una mezcla de rugido de león y vanidad humana—. ¿Tú? No pretenderás decirme que si te parto en dos caerá sobre mí una maldición o algo así. Ya han usado ese truco otros... y los devoré igual.

—No, no. Nada de maldiciones. Sin duda has estado guardando ese tesoro con recelo. Puedo multiplicarlo.

Hablando, el mago parecía un comediante, aparentemente tranquilo a pesar de oler la muerte tan cerca. Por una vez, podrían servirle sus conocimientos de alquimia.

—¿Mis joyas? —El shibra enarcó una ceja escamada, mirando de soslayo su pila de objetos brillantes—. ¿Cómo? Si es un truco para escapar te arrancaré la piel antes de roer tus costillas una a una, hombrecillo.

—En absoluto. —Garnauka se acercó al tesoro, con pasos lentos pero decididos—. ¿Veis ese anillo de ahí? ¿Para qué quiere un dragón una pieza que no cabe en su dedo?

Dicho esto, el hombre se concentró en el anillo de oro, cerró el puño con fuerza y las venas de la mano se le tensaron. Conforme separaba los dedos, lentamente y con gran esfuerzo, el anillo fue ensanchándose hasta caber en el dedo del reptil. Ya con la palma abierta logró su máxima amplitud.

El shibra dejó a un lado sus recelos. Comprobó que la joya era de su medida, aunque pesaba muy poco. ¿Acaso ese chamán podía mezclar un metal noble con aire o algo parecido? Sin confiar demasiado en él, se quitó el objeto y lo arrojó a los pies del humano.

—¿Qué más sabes hacer? Los dragones no nos ponemos anillos aunque nos quepan. Muéstrame algo que me convenza o lo próximo que tendré en mi uña será tu cabeza clavada.

Garnauka seguía con los dedos estirados y en tensión. Cuando volvió a cerrar el puño, el anillo volvió a su estado original.

—También sé devolver su forma a los objetos.

—¿Devolver su forma? ¡Por quién me has tomado!

—Paciencia, dragón. Paciencia. ¿Veis esa cadena de ahí? Es un collar. Debió de pertenecer al mastín de un rey. Es gruesa y dorada como sólo la mascota de un monarca merece, pero tampoco os sirve de nada. Mirad...

Garnauka volvió a cerrar el puño y concentró sus energías en el objeto. Separaba los dedos con lentitud, temblándole el brazo por el esfuerzo. Una gota de sudor recorrió su frente. La cadena empezó a dilatarse hasta convertirse en un majestuoso collar de dragones.

—Probad su peso —dijo el mago—. Aunque no salgáis a pasear vestido de oro y plata, puedo hacer una verdadera armadura para vos, pieza por pieza, solamente con lo que tenéis aquí.

El shibra no dejaba de mirar al mago, atento por si hacía un movimiento en falso y tenía que levantar otra vez sus garras para defenderse de un nuevo rayo. Las luces del humano no conseguían hacerle quemaduras importantes, pero eran muy molestas. Se puso el collar y sus facciones se suavizaron. Era cierto que no le quedaba tan mal. ¿Podría ese hombre confeccionarle también una corona desde un simple cáliz?

—Más —ordenó con voz ronca—. ¿Qué más sabes hacer?

Garnauka torció su sonrisa, como una cuerda tensándose en un arco. Su mirada se hizo más aguda.

Un extraño presentimiento azotó al dragón. Primero llegó la sospecha, como si corriera más rápido que sus razones, y sólo un segundo después lo asaltó el miedo. Le vino la imagen de lo que pasaría si aquella cadena, que aún tenía puesta alrededor de su cuello, se contrajera hasta tomar la medida del de un mastín.

—Ya os he dicho —cerró Garnauka el puño— que sé devolver su forma a las cosas.