martes, 31 de mayo de 2011

Reseña de El Baile de los Secretos, de Jesús Cañadas

Aunque aún me da pereza hacer de reseñador serio, creo que el libro del que voy a hablar merece unas líneas en este humilde blog.

Conocí a su autor, Jesús Cañadas, en uno de esos encuentros donde es extraño no acabar el día con la promesa de algún intercambio de textos entre escritores. Lo bueno de todo esto es que Jesús fue el primero en hacerme varios comentarios sobre mi novela y habló de lo orgulloso que estaba de compartir editorial con otros talentos. Me subió la moral por las nubes, pero sólo hasta que leí su manuscrito. Entonces fui yo el que tuvo que hablar de orgullo y envidias sanas. El Baile de los Secretos, que así se llama la maravilla, es uno de los mejores libros de terror fantástico (o fantasía terrorífica) que he leído. Sin bromas. Ya en las primeras páginas atrapa con su prosa casi poética, sus escenarios oscuros y ese tipo de personajes en los que bien podría verse reflejado cualquier lector. Y si de las primeras páginas se pasa a las siguientes, os aseguro que ya es imposible dejar de leer. Que se lo digan a mis uñas comidas. Aunque hay escenas viscerales, sangre a mares y mucho, mucho dolor, El Baile de los Secretos es básicamente una historia de amor, pero de ese amor que no empalaga a los lectores que, como yo, odiamos las historias simples de amor. Al terminar el libro, el título me pareció de lo más adecuado, pero no pienso decir por qué. Será un secreto, otro más que se suma al baile.

Es una novela para quitarse el sombrero, una obra de arte, ni más ni menos. Cada párrafo te lleva a un mundo fascinante donde campan a sus anchas los afectados por una plaga más real de lo que parece, niños sin ojos y seres que ni yo mismo podría definir como de ultratumba porque me quedaría corto. De vez en cuando uno tropieza con frases que son como proverbios chinos, lecciones de literatura resumidas en pocas palabras. A mí algunas me llegaron hondo, y eso no lo suelo decir muy a menudo. Además, reviví mi época rolera.

Encended una vela aromática (ya sabréis por qué), detened el reloj (si no queréis que el Relojero os lo robe), cerrad bien la puerta de casa (sobre todo si da al rellano de la escalera) y abrid la cubierta del Baile de los Secretos. En cuando deslicéis los ojos por los primeros párrafos, el corazón (si no os lo arranca el Rencor) os pedirá más. Hasta el punto final.

Algo oscuro se ha desatado sobre la ciudad de Mandressla. Una horda de monstruos recorre las calles amparados en un manto de niebla roja. Zeppelines vivos sobrevuelan los tejados, arrastrando cementerios ambulantes bajo su sombra. Un relojero loco ha robado el tiempo y lo ha escondido. Niños ciegos se esconden en la oscuridad bajo sus camas y escuchan las historias que cuentan los muertos. Hombres de ceniza protegen las lágrimas de desamor de la ciudad. Es el fin.

La única esperanza reside en un puñado de desconocidos provenientes de un lugar siniestro y maldito; un lugar llamado Tierra. Sólo ellos pueden ponerle nombre a la enfermedad que devora Mandressla. Sólo ellos pueden terminar con el baile de los secretos.

http://bailesecretos.com/

Autor: Jesús Cañadas

Portada: Albo López

Páginas: 304

www.grupoajec.es

martes, 24 de mayo de 2011

El Tercer Vértice II. El Alquimista (10 de 16)

Marchando el décimo fragmento. Habrá quien diga que la madeja se lía más, y habrá quien diga que ya predice los acontecimientos. A los del segundo grupo, sabed que os equivocáis. El final será predecible, tal vez, a partir de la undécima pieza. Pero eso está por ver… Seguimos.

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—Hay paz entonces —dijo el alquimista.

—Pero se ha pagado un alto precio por ella —respondió el hombre que venía divulgando las últimas noticias sabidas del Triángulo.

El alquimista se encontraba en la Francia de principios del siglo XVI, una época marcada por el Renacimiento y el desarrollo de las artes y las letras. No obstante, aquel tímido resurgir de la cultura no parecía alcanzar el esplendor de la Grecia Clásica o la Córdoba califal de los Omeya.

Europa siempre se desperezaba, pero nunca se atrevía a despertar del todo.

Ante él tenía una prueba del porqué. Reyes y Papas eran incapaces de cicatrizar las heridas abiertas en el suelo, y se preocupaban más de enterrar las verdades que de mostrarlas a la luz. La Iglesia del hombre convertido en dios entre clavos y espinas tenía su Santa Sede en la misma ciudad donde un emperador llamado Nerón dejó que su alma se pudriera escuchando los murmullos de un espíritu demoníaco. Roma, ya fiel a los dogmas católicos, seguía encarnando al falso profeta.

Durante siglos continuó hundiendo puñales en el corazón de la antigua Galia, y los robles de Inis Mona no fueron los únicos profanados por el fuego.

Otro de los lugares de culto más sagrados para los celtas también fue despellejado de sus arboledas y su herida cubierta con un apósito de rocas, pináculos y arbotantes. Ahora se alzaba allí la Catedral de Chartres. El alquimista la observó de lejos, desconfiado. En el suelo de su nave mayor habían dibujado un laberinto circular de trece metros que sólo ofrecía una ruta para llegar al núcleo, a través de sus once anillos concéntricos. Nadie sabía por qué sus constructores diseñaron aquella telaraña en forma de intestino, nadie excepto los fantasmas de los druidas, que tuvieron otro igual mucho antes, pero trazado en la hierba bajo el cielo.

Días de cambio, principio del fin. Suplantaron a los robles vivos por una cruz de madera muerta, al muérdago por cálices de oro y a los pastos verdes por losas grises. El bosque ya no latía. Amnesia terrestre.

—¿Es definitivo? —preguntó—. ¿Babilonia es la bestia?

—No es ninguna sorpresa. Allí se levantaron las primeras ciudades, se escribieron las primeras lenguas y se trabajó el hierro por primera vez. El embrión humano vino gestándose desde África, pero no nació como tal hasta que llegó allí. La bestia es la cuna de la civilización.

África, origen del hombre, el lugar donde un mono eligió caminar a dos patas y buscar su destino lejos. Otra verdad enterrada. El mono evolucionado era enemigo de Adán y Eva. A la Iglesia que se apoderó del laberinto de Chartres le interesaba más la leyenda de la serpiente y la manzana.

África terminaba al noreste en la desembocadura del Nilo. A tan solo un soplo de viento de allí se extendían las tierras que más tarde alguien pisaría para imponerles el nombre de Babilonia.

—Todo concuerda. Juan lo llamó Armagedón, pero quiso decir Har Megiddo. Quiso señalarnos el lugar.

En tiempos remotos, Megido había sido una ciudad importante. Su nombre ya aparecía en la escritura cuneiforme de los sumerios, que tallaba espinas en la roca, y más tarde en los jeroglíficos que los egipcios extendieron por el Nilo. Ahora no era nada. De Megido solo quedaban ruinas sobre una colina en el extremo más oriental del Mediterráneo.

—¿Y dices que se han llevado tres piedras de allí? —preguntó el alquimista.

—Las han bañado en las aguas salobres del Mar Muerto y después han desaparecido. Los tres espíritus rana marchas juntos. Ya sabes dónde pondrán sus huevos.

Ambos habían acudido a Chartres para sentir la energía del lugar, a escuchar la voz del aire, a conectar los nervios de sus médulas espinales con otros que atravesaban las profundidades de la tierra en forma de raíces. Estaban cerca de magias inexplicables que el hombre evolucionado del mono no conocía ni tenía derecho a conocer.

Pero solo encontraron cruces. La cruz era una línea vertical herida por otra horizontal que la atravesaba como un cuchillo, dos hermanas que morían matándose entre ellas. Era un signo de finalización, de contradicción. La vinculaban a Jesús de Nazaret, pero en realidad era más antigua. Allí donde se quiso apaciguar alguna fuerza siempre hubo una cruz, desde el amanecer de los tiempos, siglos antes del nacimiento de Jesús y milenios antes de que su nombre fuera pronunciado por los primeros videntes.

Las cruces se transformaron en esvásticas y lauburus, en el Anj y otras variantes que se perdieron junto a civilizaciones que ni siquiera la historia recordaba. Hasta los mayas colocaban cruces en sus tumbas antes de que los misioneros cristianos llevaran las suyas al Nuevo Mundo.

Los verdaderos sucesores de Jesús adoptaron el Ichthys, un pez formado por dos arcos opuestos, para predicar amor y hermandad. Pero los mismos que aseguraban ser sus herederos acabaron supliéndolo por la imagen del instrumento de tortura donde había muerto su guía espiritual. Fue una decisión absurda, como si un ejército vencido enarbolara el estandarte de su verdugo como muestra de martirio.

A los futuros cristianos, sedientos de fe y salvación eterna, no les importó. Tomaron la cruz sin dudar, y el desaparecido Ichthys se hundió en el mar del que vino. La cruz cumplía su cometido. Imponía silencio. Energías paralizadas.

—¿Es así como se predijo? —preguntó el alquimista. Ahora que notaba cercana la hora, se sentía más guerrero de la luz que nunca.

—Mil soñadores han nacido y muerto en este camino que nunca parece acabar, desde los albores de la humanidad, y otros tantos nacerán y morirán antes de que llegue a su meta. Cada uno ha visto y desentrañado un fragmento del enigma y lo ha tallado en un bloque, no de piedra, sino de pensamiento. Sí, así se predijo. Entre todos, bloque a bloque, hemos levantado una nueva Torre de Babel.

—Pero no hemos llegado a Dios, como era la misión de esa torre.

—Porque no mora en un único lugar, ni tiene un único rostro. Además, nuestras disputas suenan como truenos aquí, pero a los dioses apenas les llega un murmullo.

—Sea pues. Vengan los hijos de los hijos del dragón, la bestia y el falso profeta. Vengan con sus tres piedras de Megido. Los hijos de nuestros hijos los estarán esperando.

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lunes, 2 de mayo de 2011

El Tercer Vértice II. El Alquimista (9 de 16)

Últimamente estoy algo descentrado con el trabajo pendiente. Pero seguimos con el experimento, como no, dando saltos en el tiempo. Vamos con el noveno.

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Ponce de León llegó a Florida sediento de gloria. Las tierras del nuevo continente eran vastas e indómitas, pero las espadas que escupían truenos atemorizaban a los nativos, y el reino recién nacido del incesto entre Aragón y Castilla no tardó en adoptar como hijos esclavos a otros pueblos, tribus e imperios. Ponce de León siempre enarboló la misma bandera en nombre de Dios y la Patria, pero América, y en concreto aquella península, era algo más que una extensión de tierra que devorar. Era el escondite de la Fuente de la Juventud Eterna.

Había entre sus hombres un muchacho joven, de piel pálida y pelo rubio, casi blanco. Un soñador. Apenas dormía para poder ahuyentar así las visiones, y ya cuando la fatiga lo vencía, éstas volvían con más fuerza y le mostraban hasta los detalles más insignificantes del camino que debía recorrer. Sus compañeros jamás lo supieron. Los soñadores solo trataban con otros como ellos. Durante ese mismo año, Ponce de León recorrió Florida de norte a sur, vadeando ríos, cruzando selvas y pantanos, siempre con la vista puesta en el paso siguiente, esperando tropezar con la Fuente de la Juventud.

El soñador se alejó un día entre los árboles y no regresó. Lo dieron por perdido y algunos aseguraron que ya estaría enterrado en una tumba de arenas movedizas o en el vientre de un caimán. Regresó cinco días después, alegando que se había extraviado y le costó encontrar el rastro de la expedición. A nadie le importó su historia.

Tampoco le preguntaron dónde había llenado su cantimplora y por qué nunca bebía de ella.

Kukulcán, el dios serpiente de los mayas, abrió los ojos, los vio, bostezó y los volvió a cerrar.

Ponce de León volvió a La Habana, satisfecho de sus nuevos descubrimientos pero a la vez resignado por no encontrar su verdadero anhelo. Había pasado muy cerca, pero sus ojos solo veían lo que tenían delante.

El joven soñador se enroló en la tripulación del primer barco que zarpó rumbo a la península ibérica, extremo de un continente viejo y resquebrajado que se estaba devorando a sí mismo desde hacía siglos, a una Europa convertida en ceniza desde que los demonios del Abismo comenzaron a susurrar al oído de los hombres poderosos. El Abismo había tenido muchos nombres, algunos extintos, otros en uso. Infierno para cristianos y musulmanes, Helheim para nórdicos y Gehena para judíos. Los griegos lo llamaron Tártaro. También los demonios que moraban en él fueron llamados de mil maneras por distintas religiones, aunque no dejaban de ser los mismos.

Aquellos susurros habían conseguido que los ríos de sangre fueran tan caudalosos como los de agua, y las llamas del saqueo arrasaran civilizaciones enteras.

El agua de la Fuente de la Juventud llegó a los Alpes tras pasar por varias manos, manos de soñadores y guerreros de la luz, de paladines y caballeros de espada. Ascendió a través de la cordillera hasta alcanzar un lugar mágico donde la energía de las piedras era mayor que la que había fluido nunca por la Inis Mona de los druidas celtas, por el Oráculo de Delfos, por Stonehenge o la tumba perdida del Santo Grial.

Ese lugar ni siquiera tenía nombre, porque los nombres eran invento de mortales, y aquélla era la primera vez que uno pisaba su suelo.

El agua traída de América fue colocada en una pila de granito, el aire la congeló y se convirtió en una lente de cristal. Los destellos que le arrancaba el sol eran invisibles a los ojos de los hombres, pero su esencia era arrastrada por los vientos y descendió por los glaciares alpinos en distintas direcciones.

Poco después, cuando Europa afilaba las armas en la sombra para degollarse a sí misma y la codicia de los nobles los empujaba a saltar los muros del vecino, una red de alianzas matrimoniales y dictados sobre lechos de muerte devolvieron la estabilidad al continente, antes de que éste se sumiera en una guerra que podría haber significado el exterminio total. Luís XII de Francia firmó la paz con Maximiliano I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Apenas tres meses después, Francia e Inglaterra dejaron de gruñirse como perros rabiosos y prefirieron entrar en un periodo de conciliación sin arrojarse a morder el cuello del otro. Castilla y Aragón seguían casando a sus hijos con otros herederos de sangre azul extranjera. Hubo batallas, pero la madre de todas ellas no llegó a desatarse.

Aquel año, 1514, pasó desapercibido en los anales de la historia, porque la historia recuerda hechos, y el ser humano no considera la paz como tal.

Ponce de León jamás lo habría imaginado. El poder de la Fuente no era alargar la vida de un hombre, sino la de millones.

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