jueves, 25 de febrero de 2010

Involución

Hubo un tiempo en que el mundo tenía un sol. La gente corría sin descanso, avivando su propia ansiedad mientras buscaba la felicidad. Jesús envidiaba y odiaba a esos hombres del pasado, que evolucionaron hasta alcanzar la culminación de su especie para caer después en picado. No sabía si habían destruido el sol, pero estaba seguro de que acabaron con todo cuanto tuviera valor.

Mientras su conciencia luchaba por olvidarlos, su hermana pequeña ni siquiera guardaba un recuerdo de ellos. Mamá les dijo que el planeta en que ella nació ya no existía. Una telaraña de cables eléctricos se extendió donde antes hubo árboles, para ayudar a sus amos a conseguir sus metas, sus vicios, robarles el sueño y volverlos locos poco a poco. Dios reprochó de sus hijos y los castigó. Tras el Apocalipsis del que hablaba Mamá, el mundo se redujo a una burbuja oscura y el resto del cosmos fue invadido por los demonios.

—Se acercan —susurró María a su hermano.

Temblaba de miedo. Jamás había sentido tanto.

—Calla —respondió Jesús, casi sin voz—. No pueden vernos.

Aunque la ocultara bajo su cuerpo, acurrucados entre unos fardos de cartón, la pequeña sentía cada vez más cerca la presencia de los demonios del exterior. Siempre se habían escondido con éxito de ellos, pero era la primera vez que uno se adentraba tanto en su zona. Normalmente se conformaban con chillar desde el otro lado de los confines del mundo.

Mamá les habló poco de ellos; siempre lloraba cuando los nombraba. Decía que violaban a las mujeres y golpeaban a los hombres, hasta que ambos sangraban igualmente. Contestaba así a las preguntas de una hija de tres años que nunca llegó a comprender las respuestas. Las lágrimas eran contagiosas, y María dejó de preguntar sólo por ahorrar dolor a su madre y a sí misma. Ahora el mundo era demasiado pequeño para que lograra imaginarlo de otra forma, con explicaciones o sin ellas.

Aún así se aferraba a lo poco que recordaba de Mamá y sus apocalípticas lecciones. Esconderse de los demonios violadores era una de ellas.

El ruido de una lata rebotando les aceleró el corazón; nada solía romper el perpetuo silencio. Los hermanos se agazaparon aún más.

—¿Por qué no se va? ¿Por qué no se va? —María quería contener el llanto para no delatar su escondite, pero el terror reclamaba cada partícula de su cuerpo y las lágrimas no cabían en él—. No... no quiero que me violen.

Jesús recordaba haberla visto soplar un par de velas en la última tarta que alguien se dignó a prepararle. Ahora debía de tener ya unos cuatro años, la mitad que él.
No tenían forma de contar el tiempo, pero María sabía que había pasado un año desde que Mamá murió. Tras dos temporadas templadas y una calurosa en medio, volvía a hacer tanto frío como aquel día, cuando respondió a su última pregunta y dejó de respirar.

—Por favor, Dios —rezó Jesús, moviendo apenas los labios—. Llévatelos. Nosotros no somos como los otros.

Utilizando todo su valor, se atrevió a levantar la cabeza hacia la oscuridad. Todo estaba negro, y el demonio era una sombra entre más sombras. Todavía estaba lejos, seguramente rastreándolos.

Durante el día no brillaba luz alguna. Era por la noche cuando el cielo se llenaba de extrañas estrellas. Unas eran más grandes que otras, redondas o alargadas según el acontecimiento natural que las creara. Como única fuente de luz en aquel mundo sin sol, se amontonaban en las partes más débiles del cielo —a unos seis metros de altura según los cálculos de Jesús—, donde Dios lo hirió con sus uñas para que no reinara una negrura tan absoluta. Incluso con ellas, el firmamento jamás cambiaba de color.

A veces llovía. Dios golpeaba el cielo con sus nudillos, haciéndolo temblar con un sonido metálico que siempre asustaba a María. Los agujeros que hacían de estrellas, con luz o sin ella, sudaban un agua sucia que los hermanos recogían en bidones oxidados.

Otro ruido los alertó. Alguien abrió un umbral entre el pequeño mundo y el universo, y su luz eclipsó las estrellas. Nuevos demonios entraron, haciendo huir a los roedores que Jesús y María capturaban de vez en cuando para frenar el hambre. Aunque preferían el sabor de unos carrizos que crecían en la zona más iluminada, esperaban seguir comiendo algo de carne cuando el invasor se marchara, si es que lo hacía.

Los demonios eligieron asaltarlos de noche porque las estrellas traicionaban a los que se escondían. También el umbral abierto por ellos brillaba con fuerza, pero no se conformaban con eso. Llevaban espadas de luz cuyos filos subían hasta el cielo. Casi siempre apuntaban con ellas al frente para que aquellos rayos de fuego blanco atravesaran el mundo, deteniéndose en los lugares donde apoyaban sus puntas como si fueran capaces de olfatearlo todo.

—No hay nadie en quinientos metros a la redonda —dijo uno de los demonios a otro, con una clara voz humana—. ¿Seguro que ese cabrón se refería a este sitio?

—¿Qué mejor lugar para esconderlo? Nos costó hacerlo confesar.

Aquellos seres que esgrimían varas de luz se acercaron tanto que María no pudo contener el pánico. Se escabulló entre los brazos de su hermano y saltó de su escondrijo. Un puñado de papeles y trozos de cartón voló por los aires.

—¡Fuera! ¡Marchaos! —gritó moviendo los brazos, como si huyera de un enjambre de avispas. Las espadas hirieron sus ojos— ¡No quiero que me violéis como a Mamá!

Jesús no la siguió. Su cuerpo y su mente se habían paralizado, quedando inmóviles. El corazón y los pulmones le funcionaban, pero su cerebro había escapado de allí corriendo. El miedo hizo que reaparecieran los síntomas de su enfermedad mental, aquella que Mamá pareció arrancarle y llevarse consigo a la tumba cuando le recordó su responsabilidad. El compromiso con María actuaba de cura temporal.

—¡Coño! —se sorprendió uno de los demonios, vestido de azul y con gorra. Arrojó su espada luminosa y sacó del cinturón un arma desconocida.

—¡Quieto, Luís! —se le echó encima su compañero, sin soltar la linterna— ¡Es una niña, joder! ¡Casi disparas a una cría!

—¿Qué pasa ahí dentro? —dijo otro de los extraños, desde aquel agujero cuadrado que eclipsaba las estrellas. Al rato muchos más parecían brotar de él como hormigas.

Pasaron unos minutos para que los policías consiguieran calmar a María. Con Jesús no hizo falta. Ni siquiera lograron que enfocara la mirada.

—¿Dónde está vuestra madre? —comenzó alguien la lluvia de preguntas que seguiría—. ¿Cuánto tiempo lleváis aquí?

Si esperaban encontrar un alijo de droga escondido en aquella nave abandonada, su decepción se vería recompensada por un sinfín de sorpresas.

—Creo que esto responde a tu primera pregunta —respondió otro, señalando una calavera medio enterrada en escombros y restos humanos, en una esquina del almacén.

Si Jesús hubiera estado en condiciones, les habría explicado por qué no dejó a Mamá en la zona donde defecaban, sepultándola mejor allí, aunque no hubiera con qué tapar su cuerpo. Si soportaron el olor a putrefacción, era porque el mundo era demasiado estrecho como para esperar otra cosa. Y nadie les aseguraba que el universo exterior oliera mejor.

Una hora después, María abandonó esa burbuja cuadrada cuyos confines eran paredes de chapa corroída, las estrellas eran agujeros en las lamas del techo y el día parecía noche.

Las sirenas la ensordecieron. Aunque los hombres que ya no eran demonios habían apretado fuerte las vendas, sus ojos se quejaron por el azote de aquel sol que no recordaba haber visto nunca. Todavía no había entrado en aquel cajón con ruedas que escupía luces y ruidos cuando ya notó que la alejaban de su hermano. No quería separarse de él, pero la civilización avanzada que creían destruida se daba demasiada prisa en rescatarlos.

—Tranquila, no te asustes —dijo una voz femenina en el interior de la ambulancia—. No vamos a hacerte daño.

María quería arrancarse las vendas de los ojos para buscar a Jesús, al que no oía, y ver todo lo que no pudo en cuatro años de triste existencia. Pero apenas tenía valor para apartar las manos de la cara y dejar que el sol la embistiera como un ariete de luz y dolor.

Abandonaba un mundo gris, reinado por el miedo, la oscuridad y el silencio, para explorar otro de colores y sonido. Pero la esperanza era un cuchillo de doble filo. En aquel recinto que ella conocía como su único hogar, dos niños sobrevivían apoyándose uno en otro. Fuera, existía otro mundo evolucionado, de gente que le gustaba regodearse en las noticias más grotescas y obscenas. Ahora recibía con los brazos abiertos a una niña que comía ratas crudas y a un joven autista incapaz de enterrar a su madre loca, de esos que tanto gustaban a los psiquiatras para experimentar sus métodos.

Tenían toda una vida por delante para averiguar cuál de los dos era peor.