lunes, 25 de julio de 2011

El Tercer Vértice III. El Paladín (13 de 16)

Vamos con el 13. El número da mala espina, pero algo tenía que poner entre el 12 y el 14. Y precisamente sobre números va el tema. Abróchense los cinturones. Despegamos.

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—Comprendo —dijo el paladín—. La P puede servir como F.

—Así es —respondió un hombre joven con un gorro frigio sobre la cabeza—. De las veintidós letras que componen el alef-bet hebreo, cinco pueden tener una variante terminal denominada Sofit, y Pei es una de ellas. Puede convertirse en Fe Sofit sin variar su valor numérico, y por tanto, sin contradecir las visiones de aquel soñador.

Con lo cual, Pran-Pran también puede ser pronunciado Fran-Fran, pero al parecer nadie pensó en esa posibilidad.

Las letras, sus nombres, su valor o su forma gráfica tienen una razón de origen divino, y a veces cuesta entenderlos si se hacen interpretaciones aceleradas. Hemos seguido una pista errática desde hace mucho.

—Pero ahora lo tenemos. 80, 200, 1, 50. Repetidos dos veces. Fran-Fran. Dadme armas y soldados. Ganaré esta guerra.

En 1931, tras una época de revoluciones y libertades desenterradas, los últimos soldados del paladín abrazaron en España las leyes de la II República. Sedujeron a líderes y masas para que aceptaran los símbolos que ellos habían forjado en su lucha contra el Triángulo.

La nueva nación sin reyes sumó un tercer color a su bandera. Una de sus dos franjas rojas se tornó morada, color que ya había brillado en el pendón de los comuneros castellanos cuando cuatro siglos antes se levantaron en armas contra la prepotencia de Carlos I. Quedaba otra roja y una amarilla en medio.

Alzaron la imagen de una figura femenina con la balanza de la justicia en la mano. La bandera en sí ya era un receptor de poder. Era un trisquel camuflado, la trinacria celta desplegada en líneas paralelas, geometría sagrada, un número Tres, un Dos más Uno. La mujer era un símbolo de vigor renacido, un escollo para el último vértice del Triángulo y su ralea de flagelantes. Porque la Madre Natura es mujer, la tierra es mujer, la vida es mujer, y si alguna vez existió un dios primigenio, sin duda fue mujer.

Borraron del escudo las armas de la dinastía borbónica, y los ocho florones de la corona fueron substituidos por una muralla. Atravesando las Columnas de Hércules se leían palabras de origen más antiguo: Plus Ultra, Más Allá, contradiciendo al anterior Non Plus Ultra, que defendía la idea errónea de que el mundo terminaba allí.

Pusieron un gorro frigio a la mujer, y un león descansaba a sus pies. Necesitaban tres palabras poderosas, porque tres habían sido los espíritus nacidos de las bocas de la bestia, el dragón y el falso profeta, y había que combatirlos con los números correctos.

En piedra tallaron invocaciones hermosas: libertad, igualdad, fraternidad. Ya habían funcionado en la Revolución Francesa. No tenían por qué fallar ahora.

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viernes, 8 de julio de 2011

El Tercer Vértice III. El Paladín (12 de 16)

Perdón por el retraso. Seguimos destripando la verdad absoluta que ningún libro de historia se atrevió a contar. Con este, dejamos el experimento a cuatro pasos del final. Bon Voyage.

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Un ejército en la sombra compuesto por soñadores, paladines, magos y alquimistas había conseguido adivinar parte de sus planes, y estaban dispuestos a desencadenar una guerra oculta a los ojos de la humanidad para evitar otra de mayor envergadura.

Dos de los demonios ya no podían dar un paso atrás, porque los números siempre sumaban y las fechas ya habían sido escritas. Pero el tercero vio cómo el cerco se cerraba, engulló su piedra y huyó de Suiza. Durante tres años viajó sin descanso, sabiéndose perseguido. El nacimiento de Pran-Pran tendría que esperar.

Conocía un truco. Debía recorrer un camino mágico para no ser descubierto, porque ante todo, la magia es una ilusión, una mentira. ¿Y qué mejor mentira que la alimentada por la fe? Ella convierte en sagrados los caminos que nunca lo fueron, y un camino sagrado es un camino mágico aunque nada de lo que se diga sobre él sea cierto.

Existía una senda interminable que recorría el sur de Europa como una red de venas palpitantes que fluían hacia un mismo punto, el lugar donde un ermitaño cristiano llamado Paio encontró el cadáver de un vecino suyo, allá por el 813. El cuerpo había sido decapitado y tenía la cabeza bajo el brazo, circunstancias que inmediatamente se aprovecharon para rebautizarlo. Era imposible que se tratara de un apóstol de Jesús llamado Santiago, que había muerto ocho siglos antes en Jerusalén. Pero en ese tiempo el ser humano no entendía de edades ni descomposiciones de cuerpos. No cuestionaba los milagros. Campo de Estrella, más tarde llamada Santiago de Compostela, creció alrededor de una catedral alzada sobre la tumba de aquel desconocido, y atrajo a las gentes con la magia de la fe, la ilusión y la mentira. Si el mundo creía que Santiago estaba allí, era porque estaba.

La rana no poseía una fisonomía apta para la risa, pero el espíritu que moraba dentro reía en silencio. Tenía la ruta marcada.

Huir a través del Camino de Santiago le supuso una protección arcana que sus adversarios no supieron romper. No fue descubierta en ninguna de las poblaciones francesas donde la fe ciega nutría la esencia mágica de aquella telaraña de senderos, y ya cuando cruzó los Pirineos se sintió totalmente fuera de peligro. Atravesó Navarra y Castilla, pero cuando llegó a Galicia notó la presencia de los druidas muertos, el aroma del embrujo celta, y se dio prisa. Se desvió del rumbo para no llegar a Finisterre, punto cardinal de un mapa que odiaba recordar, y sus pasos de anfibio la llevaron a un pueblo de pescadores y astilleros más norteño, llamado Ferrol.

La magia que solo algunas personas supieron intuir a lo largo de la historia —como Seutonio Paulino al pisar Inis Mona— se había desvanecido, y los despojos de su esencia caían con cada hoja que el otoño arrancara a los robles. Galicia dormía. Un grupo de meigas lloraba al pie de un menhir, pero sólo el bosque las escuchó. Los nuberus se alejaron hacia el mar cabalgando nubes de borrasca. La Costa de la Muerte fue azotada por olas enfurecidas, invadiendo las rías como si el mar quisiera declarar la guerra a la tierra, salpicando rincones donde nunca antes había llegado la sal. Los pescadores no salieron a faenar, preocupados únicamente por sus barcos. No se pararon a pensar qué razones podía tener el océano para entrar en cólera de esa manera.

Algo más al sur cayó el único lobo albino que aullaba a las lunas del Bierzo leonés, líder de una manada que jamás cruzó la mirada con hombre alguno. El corazón se le había parado. Los buitres bajaron del cielo para despedazar su cuerpo antes incluso de que empezara a enfriarse.

Francisco Franco nació en Ferrol en Diciembre de 1892. Le pusieron más nombres para desorientar a sus perseguidores —Paulino, Teódulo, Bahamonde— pero eran variantes sin importancia cósmica, carecían de poder e influencia.

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