viernes, 15 de abril de 2011

El Tercer Vértice II. El Alquimista (8 de 16)

Con este fragmento alcanzamos el ecuador del relato. Para los que sé que se están pasando y lo siguen, a pesar de las esperas, si no dejáis comentarios no podré agradeceros tanta paciencia. Disfrutad la lectura o poned verde al autor. Ya queda menos para el punto final.

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El alquimista se frotó el mentón con dos dedos. Trató de olvidar los sonidos de la noche y volvió a subir al barco que navegaba la memoria. Había estudiado tanto los secretos de la Kabbalah que, apenas zarpó de su puerto mental, las redes izadas empezaron a esparcir por la cubierta cardúmenes de recuerdos recién pescados.

Según la ciencia proscrita que seguía condenando a algunos judíos sefardíes a la hoguera, cada letra tenía un valor numérico. El alquimista llevaba días anotando todas las relaciones que cada una de ellas guardara con su igual.

Aquella miscelánea de ciencia y mito vinculaba elementos físicos con estaciones del año, partes del cuerpo humano y estados del alma. El alquimista, además, había leído otros libros, escritos en lugares del mundo tan distantes entre sí que cuando amanecía en uno empezaba a anochecer en el otro, por puño y letra de eruditos que habían conseguido destripar los mismos misterios y dado con soluciones similares pese a pertenecer a civilizaciones incomunicadas. Sabía de cuerpos celestes y signos zodiacales tanto como de metales y aleaciones.

Para muchos, aquéllas eran palabras vacías, sin significado aparente. El mundo aún no estaba preparado para oírlas. Por esa razón las llamas del Auto de Fe seguían reclamando herejes, demonizados por usar dogmas que muchos otros no podían comprender, ni por tanto dejar de temer. La humanidad aún creía que la Tierra era plana y el sol giraba en torno a ella. No quería saber qué había bajo la piel de un hombre salvo carne, hueso y un alma atada a su propio miedo. Mejor así. El pueblo ignorante es fácil de dominar.

Un rabino le dijo una vez que el miedo era una virtud, porque el principio de la sabiduría era el miedo a Dios. Desde ese día, el alquimista fue a verlo pocas veces más. Él no creía en el miedo, ni estaba dispuesto a ceder a él. Por eso cuando miraba al cielo no veía al Todopoderoso señalándolo con un dedo acusador, sino que lo imaginaba reposando en su cama de nubes y estrellas.

El alquimista se detuvo a meditar sobre los números escritos trescientos años antes por un soñador. Eran signos sin sentido, pero supo traducirlos.

El primero de todos era Ochenta, cifra atribuida a la decimoséptima letra del alef-bet, el alfabeto hebreo: Pei, la boca de un diente, el poder del habla. Poder de maldecir y bendecir. Pei simbolizaba el discurso y el silencio, el tiempo para ambos. El habla era la primera herramienta que utilizó el hombre, y la que más práctica le resultó siempre que quiso alcanzar un propósito oscuro.

Las siguientes letras, vinculadas a los números posteriores, no eran menos importantes, pero estaban condenadas a bailar al ritmo de la primera. En la nota del soñador, la posición de los caracteres era tan crucial como su valor. Doscientos, Uno y Cincuenta, atribuidos a las letras Reish, Alef y Nun.

En cuanto se los mostraron por primera vez, el alquimista tardó poco en descifrar la raíz del enigma, en abrir la primera puerta de cuantas encontraría cerradas hasta la llegada de los acontecimientos.

Reish era símbolo de elección, grandeza y degradación. Cuando un hombre conseguía un nivel espiritual elevado, podía traer bendiciones a la tierra. La tierra bendecida era riqueza, pero la riqueza de unos siempre conllevaba a la pobreza de otros. Jamás existió una balanza en equilibrio perpetuo. Reish también se relacionaba con el arte de la depuración, el comienzo de algo tras un fin impuesto. Y decía algo más: Un hombre hundido en la miseria, servidumbre, conformidad. Devoción absoluta a Dios. La experiencia de la pobreza es el primer paso hacia la autoanulación.

Una nube envolvió la luna. Las sombras aumentaron y bailaron entre las piedras. El gran roble parecía cobrar vida, despertar, crecer.

Siguiente letra: Alef, la primera de todas. Cabeza de buey. Símbolo de unidad y poderío de Dios, agua en el agua. Número Uno, el inicio, comienzo de algo.

El alquimista calibró la frase, valorando hasta qué punto podía invertirse su sentido. Uno significaba algo a partir de la nada. Uno significaba nada a partir de algo.

La cuarta letra era como la cola de la serpiente, la última que corría tras las anteriores. Pero la serpiente Uróboros se mordía la cola. No hay que menospreciar el valor de ninguna de sus escamas.

Nun, decimosexta letra del alef-bet, era la elegida para dar fin a la invocación. En arameo, Nun significaba Pez, conciencia anulada. En hebreo significaba Heredero del Trono. Alrededor de ese trono, subordinación y fidelidad.

El alquimista releyó mentalmente los cuatro caracteres. Pei, Reish, Alef, Nun.

Sus conversiones al castellano, una de las muchas lenguas en las que se había podrido el latín, eran P, R, A y N.

—Pran —dijo, alzando la voz.

—Repetido dos veces —le recordó el mentor.

La invocación demoníaca estaba escrita, tan clara como las aguas del Baztán en su nacimiento, donde el peludo Basajaun acudía en ese momento para beber acuclillado. Cerca, un pequeño iratxoak vigilaba sus pasos tras las hojas de un helecho.

Los dioses ctónicos, ligados a la tierra como los telúricos los estaban al cielo, también se reunieron para dialogar sobre la capacidad destructora del Triángulo Maligno. Éste dañaría la tierra, pero las heridas serían leves. El daño real lo inflingirían a la humanidad, y en eso nunca intervenían. Si los dioses fueran hombres, los hombres serían pulgas.

El alquimista nunca anotó el nombre. No podría olvidarlo ni aunque sumergieran su memoria en saliva de basilisco.

El nombre doble: Pran-Pran. Solo restaba esperar que los tres espíritus rana, nacidos de las bocas de una bestia, un dragón y un falso profeta, eligieran día y lugar. Pran-Pran, ya fuera hombre o demonio, dios o animal, vendría al mundo para reunirse con sus hermanos, los otros dos vértices del Triángulo. Una vez juntos desencadenarían el Har-Maggedon, la batalla crucial de una guerra llamada Apocalipsis.

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