Últimamente estoy algo descentrado con el trabajo pendiente. Pero seguimos con el experimento, como no, dando saltos en el tiempo. Vamos con el noveno.
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Ponce de León llegó a Florida sediento de gloria. Las tierras del nuevo continente eran vastas e indómitas, pero las espadas que escupían truenos atemorizaban a los nativos, y el reino recién nacido del incesto entre Aragón y Castilla no tardó en adoptar como hijos esclavos a otros pueblos, tribus e imperios. Ponce de León siempre enarboló la misma bandera en nombre de Dios y la Patria, pero América, y en concreto aquella península, era algo más que una extensión de tierra que devorar. Era el escondite de la Fuente de la Juventud Eterna.
Había entre sus hombres un muchacho joven, de piel pálida y pelo rubio, casi blanco. Un soñador. Apenas dormía para poder ahuyentar así las visiones, y ya cuando la fatiga lo vencía, éstas volvían con más fuerza y le mostraban hasta los detalles más insignificantes del camino que debía recorrer. Sus compañeros jamás lo supieron. Los soñadores solo trataban con otros como ellos. Durante ese mismo año, Ponce de León recorrió Florida de norte a sur, vadeando ríos, cruzando selvas y pantanos, siempre con la vista puesta en el paso siguiente, esperando tropezar con la Fuente de la Juventud.
El soñador se alejó un día entre los árboles y no regresó. Lo dieron por perdido y algunos aseguraron que ya estaría enterrado en una tumba de arenas movedizas o en el vientre de un caimán. Regresó cinco días después, alegando que se había extraviado y le costó encontrar el rastro de la expedición. A nadie le importó su historia.
Tampoco le preguntaron dónde había llenado su cantimplora y por qué nunca bebía de ella.
Kukulcán, el dios serpiente de los mayas, abrió los ojos, los vio, bostezó y los volvió a cerrar.
Ponce de León volvió a La Habana, satisfecho de sus nuevos descubrimientos pero a la vez resignado por no encontrar su verdadero anhelo. Había pasado muy cerca, pero sus ojos solo veían lo que tenían delante.
El joven soñador se enroló en la tripulación del primer barco que zarpó rumbo a la península ibérica, extremo de un continente viejo y resquebrajado que se estaba devorando a sí mismo desde hacía siglos, a una Europa convertida en ceniza desde que los demonios del Abismo comenzaron a susurrar al oído de los hombres poderosos. El Abismo había tenido muchos nombres, algunos extintos, otros en uso. Infierno para cristianos y musulmanes, Helheim para nórdicos y Gehena para judíos. Los griegos lo llamaron Tártaro. También los demonios que moraban en él fueron llamados de mil maneras por distintas religiones, aunque no dejaban de ser los mismos.
Aquellos susurros habían conseguido que los ríos de sangre fueran tan caudalosos como los de agua, y las llamas del saqueo arrasaran civilizaciones enteras.
El agua de la Fuente de la Juventud llegó a los Alpes tras pasar por varias manos, manos de soñadores y guerreros de la luz, de paladines y caballeros de espada. Ascendió a través de la cordillera hasta alcanzar un lugar mágico donde la energía de las piedras era mayor que la que había fluido nunca por la Inis Mona de los druidas celtas, por el Oráculo de Delfos, por Stonehenge o la tumba perdida del Santo Grial.
Ese lugar ni siquiera tenía nombre, porque los nombres eran invento de mortales, y aquélla era la primera vez que uno pisaba su suelo.
El agua traída de América fue colocada en una pila de granito, el aire la congeló y se convirtió en una lente de cristal. Los destellos que le arrancaba el sol eran invisibles a los ojos de los hombres, pero su esencia era arrastrada por los vientos y descendió por los glaciares alpinos en distintas direcciones.
Poco después, cuando Europa afilaba las armas en la sombra para degollarse a sí misma y la codicia de los nobles los empujaba a saltar los muros del vecino, una red de alianzas matrimoniales y dictados sobre lechos de muerte devolvieron la estabilidad al continente, antes de que éste se sumiera en una guerra que podría haber significado el exterminio total. Luís XII de Francia firmó la paz con Maximiliano I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Apenas tres meses después, Francia e Inglaterra dejaron de gruñirse como perros rabiosos y prefirieron entrar en un periodo de conciliación sin arrojarse a morder el cuello del otro. Castilla y Aragón seguían casando a sus hijos con otros herederos de sangre azul extranjera. Hubo batallas, pero la madre de todas ellas no llegó a desatarse.
Aquel año, 1514, pasó desapercibido en los anales de la historia, porque la historia recuerda hechos, y el ser humano no considera la paz como tal.
Ponce de León jamás lo habría imaginado. El poder de la Fuente no era alargar la vida de un hombre, sino la de millones.
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Por sí sólo conforma un relato fantástico muy interesante, que tiene entidad propia y que podría tratarse de forma individual.
ResponderEliminarGenial.
Ya queda menos para el final.
Un saludo.
Gracias, Jecobe. Me alegra saber que el relato gusta a pesar de su endiablada desfragmentación. Un saludo.
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