jueves, 26 de noviembre de 2009

Vida y Muerte

Este microrelato es antiguo, de cuando empezaba a frikear por los foros. La versión original seguirá por ahí colgada. He intentado pulirlo un poco sin cambiar nada. Del resultado que opinen otros.

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Las colinas parecían estar teñidas de la misma sangre que impregnaba medio valle. El sol de la tarde caía sobre ellas vestido de rojo, robándole al cielo lo poco que le quedaba de su anterior color azul. Abajo, a no más de un paso del mismísimo infierno, toda la cuenca fluvial del río Oestresse temblaba por los golpes de las espadas contra los escudos, de los cascos de los caballos y las armaduras que se desplomaban en el suelo, siempre con alguien dentro. En un último intento por aferrarse a la vida, mil manos enfundadas en guanteletes metálicos se arañaban entre ellas o chocaban contra todo. Parecían peces fuera del agua, temblorosos, agónicos, arañas ya muertas que seguían convulsionándose.

La guerra duraba demasiado tiempo. Los soldados perdieron la cuenta de los días que habían estado pendientes de cada avance, de cada victoria o derrota, o de las veces que los mensajeros cabalgaron de una loma a otra intercambiando informes. Éstas eran puntos estratégicos donde los oficiales a caballo observaban como estatuas inmóviles. Sólo sus capas y penachos se agitaban a merced del viento. Sobre una de las colinas más altas, donde apenas un año antes se levantaba un hermoso monasterio, las ruinas servían para amontonar dentro a los heridos y, en muchos casos, para observar la incapacidad de los curanderos.

Aquella habitación debió de ser una cocina junto al antiguo claustro —muchos imaginaban a los fantasmas de los monjes pedir con gestos mudos que se cumplieran los votos de silencio—, pero ahora, dividida en una veintena de compartimentos separados por maltrechas cortinas, era una de tantas estancias habilitadas para dejar que la muerte paseara reclamando almas.

Los gritos de Kindeira, la esposa del general Droke, se levantaban a veces por encima de los alaridos de los mutilados, o los últimos estertores de alguien que aún vivía en un cuerpo que ya no merecía ser llamado con ese nombre.

—Sé fuerte, querida —le dijo Mahouran Droke, mientras apretaba los dedos de su esposa y apoyaba otra mano en su pecho, para impedir que se incorporara en un arrebato de dolor—. Has salido de situaciones peores.

Kindeira estaba acostada en una camilla improvisada. Muchas otras llenaban el suelo, ocupadas por soldados que llegaban por docenas desde aquel bosque de lanzas que se agitaba sobre una marea de sangre. La catapultas enemigas eran responsables de que muchos civiles los acompañaran.

Kindeira apretó los dientes. El sudor hacía de su larga cabellera negra una maraña de pelo mojado. No era el único fluido que perdía, después de que algo desgarrara sus entrañas. El estruendo del valle llegaba como un simple murmullo, casi apagado por completo cuando el médico que atendía a la mujer cerró aún más las cortinas.

—Aguántala —le dijo al general, que había abandonado por un momento sus funciones para atender cuestiones más personales. Tras dar las órdenes precisas a sus suboficiales, la tropa podía prescindir de él durante unas horas—. Necesito las dos manos.

Kindeira liberó otro grito de dolor. Se clavó en los oídos de Mahouran como un puñal que atravesara su cerebro, pero sus manos callosas y ensangrentadas seguían empujando el cuerpo de su esposa contra la madera y las mantas, consciente del sufrimiento que de alguna manera compartían. Ni siquiera apartó la mirada de aquel chorro de sangre que goteaba hasta el suelo desde las caderas de su amada.

El médico habló en voz alta a la mujer, como dándole órdenes. El general Droke no se fijaba en qué utensilios utilizaba, ni lo escuchaba pese a estar a un palmo de él. Estaba acostumbrado a presenciar asambleas subidas de todo y había aprendido a ignorar las voces a su alrededor. Sus pensamientos viajaron al ayer. Hacía ya meses desde la última vez que recordó haber hecho el amor con su esposa, frente al fuego del hogar, antes de que la guerra llegara hasta sus puertas como una avalancha impredecible. Aquel recuerdo no parecía más lejano que la última decisión dictada a sus hombres o que los tragos de vino de la pasada noche.

De repente, los alaridos de Kindeira cesaron. Mahouran volvió a la realidad. Los segundos posteriores se hicieron eternos antes de que se oyera el llanto de otra persona, uno que nunca antes se había oído.

Mahouran no pudo expresar sus emociones sabiendo que muchos de sus soldados abandonaban la vida tan cerca de allí, donde sólo una nueva más surgía en honor de tantas. Pero un brote de felicidad florecía entre otros mil pensamientos arrasados por la desesperanza.

Quién le iba a decir que vería nacer a su hijo en el campo de batalla.

2 comentarios:

  1. Bueno, ya había leído estos tres relatos por otros lares, pero recuerdo que este fue el primero, ya hace bastante, bastante tiempo. Ha sido un gustazo volver a leerlo, gracias por rescatarlo.

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  2. Sí Susana, es antiguo. Yo lo guardo todo.
    Tendría que colgar algo totalmente inédito para sorprenderte a ti. Gracias por volver a leerlo.

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