Seguimos. Primer cambio de época. Si el salto confunde, ha sido sin querer. Para quien lo esté siguiendo, ahí va la séptima pieza del rompecabezas.
II
EL ALQUIMISTA
(1492-1514)
El pergamino original se había desintegrado, pero los números fueron memorizados por mentes privilegiadas que llevaban trescientos años rondando la costa mediterránea. Sabios y magos habían dictaminado que el mensaje escrito en él fuera estudiado sólo por las personas adecuadas, ya que un error en su cálculo podría traer consecuencias nefastas.
El alquimista, dedicado durante media vida a la búsqueda de la piedra filosofal, fue uno de los elegidos.
Ahora se encontraba en un lugar marcado por las magias primitivas, cerca de la villa vizcaína de Guernica. Uno de los robles nacidos de la estirpe de Inis Mona había germinado allí. Ni los más ancianos recordaban ya cuándo empezaron los señores de Vizcaya a jurar respeto por las antiguas leyes bajo sus ramas, siglos antes de la aprobación de los Fueros.
—¿Qué se sabe de los vértices, además de parte de sus nombres? —preguntó a su mentor tras varias horas dedicadas al mismo tema.
La noche lo cubría todo. La luna no era más que un tímido candil, y dos hombres parecían presa fácil para lobos y bandidos. Pero el mentor permanecía tranquilo. Bajo el suelo habitaban poderes en los que confiaba plenamente. Durante las ocho décadas que presumía haber vivido, nunca se había recortado un solo pelo del cuerpo.
—De los dos primeros lo sabemos casi todo —respondió—, hasta el lugar donde eclosionarán los huevos. Son fuertes, y estamos preparados para combatirlos. El tercero es débil, pero por eso mismo escapa a nuestros lazos mentales, como un pez pequeño escabulléndose por un agujero en la red del pescador.
—¿Y los números de aquel soñador, el italiano que vivió el asedio de Jerusalén?
—Eres tú quien convierte el plomo en oro. A ti te corresponde investigarlos. Ya sabes qué letras se traducen de cada uno. Otros soñadores han dejado constancia de sus visiones, y podemos agradecer que algunas sean más claras que las del italiano. Gracias a ellos acorralaremos a dos espíritus rana cuando llegue el momento.
—¿Qué soñaron del tercero?
—Su huevo tardará en abrirse, falto de fuerza. Por ello intentará regar su creación con otras energías paralelas. Ignoramos si le dará resultado. Se sabe por otro vidente que el tercer vértice será bautizado con su nombre duplicado, bajo ritual católico. Así la invocación será repetida, como una imagen ante un espejo.
—¿Pronunciado sobre sí mismo?
—Puede que intente multiplicar por dos su influencia negativa. Una voz seguida de su eco.
Hubo un silencio. Algo en el bosque hizo crujir una rama y el alquimista volvió la vista por acto reflejo, en actitud defensiva. Tras aquella mirada fugaz, el mentor supo que la concentración de su mejor alumno no era absoluta.
—Cuatro números multiplicados por dos —le dijo con el ceño fruncido—. Cuatro letras que son ocho en realidad.
El alquimista viajó al pasado en uno de los muchos barcos que surcaban el mar de su memoria, rescatando recuerdos que le servirían en su investigación.
Ya desde hacía siglos los judíos habían ido apoderándose del comercio en tierras castellanas, y su presencia en el Cantábrico era notable. El ansia de sabiduría de sus primeros maestros se había tornado en codicia, y los hijos de Moisés abandonaron el estudio de las ciencias para aprender las nuevas leyes del dinero. Se ganaron a pulso el rencor de otros. El antisemitismo fue confinándolos en guetos. 1492 pasó a la historia por ser la fecha en que Cristóbal Colón obligó al Viejo y al Nuevo Mundo a estrecharse las manos tras siglos sin hacerlo. Aquel mismo año, la todavía no nata España de los Reyes Católicos daba otro paso distinto. Fue el año de la proscripción total del judaísmo entre sus fronteras.
Las sinagogas del norte de la península se habían convertido en un simple recuerdo, aunque el alquimista siempre supo dónde encontrar a los últimos rabinos para que le ayudaran a desvelar los enigmas que más se le resistían.
—Cuatro letras que serán ocho... —repitió, pensativo.
Según la Kabbalah hebrea, aquel era el número de la firmeza, del sentido del orden y los valores. Representaba la rutina, la disciplina que ponía freno a la imaginación del Tres. El Tres era Dos más Uno, principios masculino y femenino sumados, receptivos. Era creación. Lo que el Tres creaba, el Cuatro lo restringía.
—¿Es maligno el Cuatro? —preguntó.
—Es conservador —contestó el mentor—. Es el signo de lo práctico, pero también de rigidez y represión.
—¿Represión?
—Se espera la llegada del Har-Maggedon. ¿Cómo puede iniciarse el fin de los días sino con represión?
—Cuatro letras dobles suman ocho. ¿Es más benigno el Ocho?
La brisa parecía un lamento en sus oídos, como si quisiera susurrarle la respuesta.
—Ocho fueron las Cruzadas a Tierra Santa. Y jamás hubo una novena. Eso debería decirte algo.
...
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