martes, 24 de mayo de 2011

El Tercer Vértice II. El Alquimista (10 de 16)

Marchando el décimo fragmento. Habrá quien diga que la madeja se lía más, y habrá quien diga que ya predice los acontecimientos. A los del segundo grupo, sabed que os equivocáis. El final será predecible, tal vez, a partir de la undécima pieza. Pero eso está por ver… Seguimos.

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—Hay paz entonces —dijo el alquimista.

—Pero se ha pagado un alto precio por ella —respondió el hombre que venía divulgando las últimas noticias sabidas del Triángulo.

El alquimista se encontraba en la Francia de principios del siglo XVI, una época marcada por el Renacimiento y el desarrollo de las artes y las letras. No obstante, aquel tímido resurgir de la cultura no parecía alcanzar el esplendor de la Grecia Clásica o la Córdoba califal de los Omeya.

Europa siempre se desperezaba, pero nunca se atrevía a despertar del todo.

Ante él tenía una prueba del porqué. Reyes y Papas eran incapaces de cicatrizar las heridas abiertas en el suelo, y se preocupaban más de enterrar las verdades que de mostrarlas a la luz. La Iglesia del hombre convertido en dios entre clavos y espinas tenía su Santa Sede en la misma ciudad donde un emperador llamado Nerón dejó que su alma se pudriera escuchando los murmullos de un espíritu demoníaco. Roma, ya fiel a los dogmas católicos, seguía encarnando al falso profeta.

Durante siglos continuó hundiendo puñales en el corazón de la antigua Galia, y los robles de Inis Mona no fueron los únicos profanados por el fuego.

Otro de los lugares de culto más sagrados para los celtas también fue despellejado de sus arboledas y su herida cubierta con un apósito de rocas, pináculos y arbotantes. Ahora se alzaba allí la Catedral de Chartres. El alquimista la observó de lejos, desconfiado. En el suelo de su nave mayor habían dibujado un laberinto circular de trece metros que sólo ofrecía una ruta para llegar al núcleo, a través de sus once anillos concéntricos. Nadie sabía por qué sus constructores diseñaron aquella telaraña en forma de intestino, nadie excepto los fantasmas de los druidas, que tuvieron otro igual mucho antes, pero trazado en la hierba bajo el cielo.

Días de cambio, principio del fin. Suplantaron a los robles vivos por una cruz de madera muerta, al muérdago por cálices de oro y a los pastos verdes por losas grises. El bosque ya no latía. Amnesia terrestre.

—¿Es definitivo? —preguntó—. ¿Babilonia es la bestia?

—No es ninguna sorpresa. Allí se levantaron las primeras ciudades, se escribieron las primeras lenguas y se trabajó el hierro por primera vez. El embrión humano vino gestándose desde África, pero no nació como tal hasta que llegó allí. La bestia es la cuna de la civilización.

África, origen del hombre, el lugar donde un mono eligió caminar a dos patas y buscar su destino lejos. Otra verdad enterrada. El mono evolucionado era enemigo de Adán y Eva. A la Iglesia que se apoderó del laberinto de Chartres le interesaba más la leyenda de la serpiente y la manzana.

África terminaba al noreste en la desembocadura del Nilo. A tan solo un soplo de viento de allí se extendían las tierras que más tarde alguien pisaría para imponerles el nombre de Babilonia.

—Todo concuerda. Juan lo llamó Armagedón, pero quiso decir Har Megiddo. Quiso señalarnos el lugar.

En tiempos remotos, Megido había sido una ciudad importante. Su nombre ya aparecía en la escritura cuneiforme de los sumerios, que tallaba espinas en la roca, y más tarde en los jeroglíficos que los egipcios extendieron por el Nilo. Ahora no era nada. De Megido solo quedaban ruinas sobre una colina en el extremo más oriental del Mediterráneo.

—¿Y dices que se han llevado tres piedras de allí? —preguntó el alquimista.

—Las han bañado en las aguas salobres del Mar Muerto y después han desaparecido. Los tres espíritus rana marchas juntos. Ya sabes dónde pondrán sus huevos.

Ambos habían acudido a Chartres para sentir la energía del lugar, a escuchar la voz del aire, a conectar los nervios de sus médulas espinales con otros que atravesaban las profundidades de la tierra en forma de raíces. Estaban cerca de magias inexplicables que el hombre evolucionado del mono no conocía ni tenía derecho a conocer.

Pero solo encontraron cruces. La cruz era una línea vertical herida por otra horizontal que la atravesaba como un cuchillo, dos hermanas que morían matándose entre ellas. Era un signo de finalización, de contradicción. La vinculaban a Jesús de Nazaret, pero en realidad era más antigua. Allí donde se quiso apaciguar alguna fuerza siempre hubo una cruz, desde el amanecer de los tiempos, siglos antes del nacimiento de Jesús y milenios antes de que su nombre fuera pronunciado por los primeros videntes.

Las cruces se transformaron en esvásticas y lauburus, en el Anj y otras variantes que se perdieron junto a civilizaciones que ni siquiera la historia recordaba. Hasta los mayas colocaban cruces en sus tumbas antes de que los misioneros cristianos llevaran las suyas al Nuevo Mundo.

Los verdaderos sucesores de Jesús adoptaron el Ichthys, un pez formado por dos arcos opuestos, para predicar amor y hermandad. Pero los mismos que aseguraban ser sus herederos acabaron supliéndolo por la imagen del instrumento de tortura donde había muerto su guía espiritual. Fue una decisión absurda, como si un ejército vencido enarbolara el estandarte de su verdugo como muestra de martirio.

A los futuros cristianos, sedientos de fe y salvación eterna, no les importó. Tomaron la cruz sin dudar, y el desaparecido Ichthys se hundió en el mar del que vino. La cruz cumplía su cometido. Imponía silencio. Energías paralizadas.

—¿Es así como se predijo? —preguntó el alquimista. Ahora que notaba cercana la hora, se sentía más guerrero de la luz que nunca.

—Mil soñadores han nacido y muerto en este camino que nunca parece acabar, desde los albores de la humanidad, y otros tantos nacerán y morirán antes de que llegue a su meta. Cada uno ha visto y desentrañado un fragmento del enigma y lo ha tallado en un bloque, no de piedra, sino de pensamiento. Sí, así se predijo. Entre todos, bloque a bloque, hemos levantado una nueva Torre de Babel.

—Pero no hemos llegado a Dios, como era la misión de esa torre.

—Porque no mora en un único lugar, ni tiene un único rostro. Además, nuestras disputas suenan como truenos aquí, pero a los dioses apenas les llega un murmullo.

—Sea pues. Vengan los hijos de los hijos del dragón, la bestia y el falso profeta. Vengan con sus tres piedras de Megido. Los hijos de nuestros hijos los estarán esperando.

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2 comentarios:

  1. Soy, sin duda, de los del primer grupo.
    Curiosa e ingeniosa la oposición buscada, que has llenado de contenido, entre el acrónimo ICHTHYS y el instrumento de tortura cruz.
    Te vuelvo a dar ánimos para continuar.

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  2. Gracias, dafd. Los ánimos tienes mucho valor. Verás como a partir de ahora te acercas más al segundo grupo, ya se va viendo la luz. Un saludo.

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